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La historia del Taller de la Amistad que abrazó a niños platenses en la época más oscura

Las maniobras se realizarán en la esquina de 136 y 50. Se verá afectado el servicio en la zona comprendida por las calles 48 a 52, y desde 132 a 137.

La historia del Taller de la Amistad que abrazó a niños platenses en la época más oscura

“Es hermoso, es suficiente el amor. Todo lo que se siente, gracias a todos y a todas, feliz día hermanos de la vida. Muy emotivo todo y es nuestra lucha. Es parte de nosotros, un pedacito de amor, de caricia, no puedo largar todas las palabras”. El audio de Damián Perego, 52 años, vibra amorosamente en el grupo de WhatsApp del Taller de la Amistad.  

Es 20 de junio de 2023 y, como un regalo inesperado en el Día del Amigo, él, junto a sus primos Omar y Fernando, celebran lo que a esta altura es la mejor noticia que puede esperar el familiar de un detenido-desaparecido: la identificación de los restos, llevar flores a una tumba o atesorar las cenizas, despedirse. Hacer, al fin, el duelo.

“Esta es la historia de todos los que atravesamos esta lucha. Hay 600 cuerpos en la Ex Esma esperando una muestra de ADN para ser identificados. Llegar a esto es impresionante, y es a través de una muestra de sangre”, dirá frente a cámara Perego, empleado público y secretario de derechos humanos del Sindicato Gráfico Platense.

Algunos talleristas se reunieron recientemente en la puerta del lugar

Los restos hallados pertenecen a Alberto Osvaldo Perego, -tío de Damián-, trabajador del Mercado Regional de La Plata, desaparecido y asesinado en 1977. Es la primera identificación en el marco de un convenio entre los ministerios de Salud y de Justicia y Derechos Humanos de la provincia de Buenos Aires y el Equipo Argentino de Antropología Forense – EAAF -.

Pero lo que tras 46 años de búsqueda llega gracias a políticas reparatorias de memoria, verdad y justicia, es apenas una parte de lo que le arrebataron: A Damián le desaparecieron al padre el 29 de julio de 1976 después de tres intentos de secuestro en su casa del barrio El Churrasco, en Tolosa, y mataron a la mamá dos años después.

Cuando en 1980, unos jóvenes se acercaron para invitarlos a él y a su hermana al Taller, los abuelos maternos que habían quedado a cargo de los chicos tuvieron miedo pero aceptaron igual. Era una buena idea que pudieran distraerse y jugar con otros de su edad por fuera de las fronteras del barrio.

Ernesto Mobili, en el borde inferior derecho, hizo un documental sobre el Taller

“Nos iban a buscar el Sapo Schaposnik en un Peugeot 404 o Lito Fonseca en un Fiat 1500. Deseábamos que llegue el sábado”, cuenta a Begum Damián, el tatuaje de Chevrolet en el antebrazo izquierdo; los otros autos, en el corazón.

El Taller de la Amistad fue un espacio de contención para niños y niñas directamente afectados por el terrorismo de Estado que funcionó en La Plata, entre finales de la dictadura y hasta entrados los años 90’.

Arrancó en forma itinerante, con salidas al bosque platense y a la quinta de una madre de Plaza de Mayo, impulsado por militantes y familiares de ex detenidos desaparecidos que encontraron en la acción de dar apoyo a los hijos e hijas de sus compañeros secuestrados o asesinados, un modo de ejercer la resistencia y continuar la lucha.

Hubo experiencias similares en otras provincias del país: el Taller del padre Bonfanti en Floresta, el Taller Intihuasi en Santiago del Estero, el Julio Cortázar en Córdoba, el Taller Había una Vez de Rosario y hasta uno, muy cercano, en Berisso: el Taller del Sol.“Eran el Flautista de Hamelin y los ratoncitos porque los chicos respondieron de inmediato a la convocatoria, percibían que esos jóvenes tenían mucho que ver con aquello que un día les fue arrancado”, ilustra Perla Diez, psicóloga, miembro de Familiares de Detenidos Desaparecidos y Presos Políticos de La Plata, militante de ATE y fundadora del Taller.

No fue una experiencia única de La Plata: también hubo talleres en Córdoba, Santiago del Estero y hasta en Berisso

Por más de diez años el Taller abrió sus puertas para jugar los sábados, realizó talleres de teatro, expresión corporal y reflexión, organizó campamentos, peñas y encuentros para recaudar y financiarse, y se convirtió en la segunda casa de unas 300 familias víctimas de la dictadura.

“El taller avanzó en la idea de rescatar y devolver la infancia a los hijos, influyó en la construcción de identidad de dichos niños y adolescentes e impulsó un nuevo modelo de familia que ayudó a hacer frente al pasado traumático de los hijos (de desaparecidos)”, afirma Daniela Pighin, historiadora de la Universidad Nacional de General Sarmiento, en su investigación del caso del Taller de la Amistad en La Plata.

A principios de los 90’, cuando la mayoría de niños y niñas de esa familia ampliada entraron en la adolescencia, el Taller se volcó al trabajo barrial en barrios pobres de la periferia platense hasta extinguirse de a poco con la partida definitiva de los -ahora jóvenes- hacia trayectorias de vida y militancia nuevas.

Postal de un ensayo de teatro

En una cotidianidad construida con amor, solidaridad y dignidad, el Taller ayudó a configurar una familia ampliada, poco convencional, que 35 años después, continúa generando pertenencia e identidad.

Más que una guardería, fue una especie de segunda casa para más de 300 familias víctimas de la dictadura

Un lugar donde no había que explicar nada.

La definición pertenece a Lucrecia Carpinetti, 49 años, comunicadora. En el Taller de la Amistad no tenía que contarle al nene que estaba a su lado por qué su hermano vivía allá o acá o había ido a distintos colegios a raíz de los movimientos que hacía la familia para eludir la persecución política.

Son las cuatro de la tarde del 16 de abril de 2022. No hace ni calor ni frío, sopla una brisa cálida. Unas cien personas se reúnen frente a la casa de 59 entre 14 y 15, la sede madre del espacio. Acaban de descubrir una placa de acrílico, dice: “Aquí funcionó el Taller de la Amistad, primer espacio dedicado a atender a niñas, niños y adolescentes afectados directos por el terrorismo de Estado”.

“El Taller fue para mi el primer lugar en el mundo donde no había que explicar cosas”, les habla Carpinetti con voz quebrada. “Se lo quiero agradecer a todos los adultos porque no sé si saben el valor que tuvo todo esto en ese momento constitutivo nuestro”, lanza y cambia de tono: “También representó mi salto al estrellato en el teatro de la mano de Pablo”, ríe.  

Se refiere a Pablo Díaz, sobreviviente de La Noche de los Lápices, tallerista, presente esa tarde de verano exangüe.

Del tiempo que habitaron la casa de 59, de esas típicas con galería y habitaciones en fila, rescata el ayudar en la cocina y los talleres de teatro. “Me acuerdo de la olla gigante donde hacíamos el Vascolet o el mate cocido, y me encantaba ayudar a los grandes a cortar las rodajas de pan y ponerle una mermelada barata que para nosotros era un manjar”.

El Sapo Schaposnik, de barba, junto a otros talleristas

Y el teatro. Eso sí que era bueno. Hubo una obra en la que sostenía un espejo. “No recuerdo de qué iba, pero sí que sostenía un espejo chiquito y Pablo hablaba frente a él. Nos mezclábamos talleristas, niños y niñas. Me encantaba”, revive Carpinetti. Su tío, Eduardo Dito Priotti, obrero de Propulsora Siderúrgica, estudiante de antropología y militante del PRT, fue secuestrado el 25 de noviembre de 1976.

Ernesto Móbili es platense, tiene 51 años y fue parte del Taller de la Amistad desde sus inicios. Cuando su mamá, Estella Barrufaldi, una de las fundadoras del espacio, murió en 2014, sintió que faltaba un reconocimiento a su militancia en derechos humanos y, en plena campaña electoral de Macri, se lanzó a entrevistar a amigos y amigas del Taller.

El resultado de su trabajo puede verse en el documental Infancias y Resistencias en Tiempos de Dictadura, una pieza clave para recuperar la historia de un proceso que en palabras de Móbili, “configuró una red de lazos afectivos y militantes, un fundamento teórico y una hermandad donde el clasismo no existía como filtro”.

Hubo distintos momentos del Taller. A las plazas y la quinta, le siguió una temporada en Burbujas, una guardería ubicada en 8 y 60, donde trabajó Perla Diez después de recuperar su libertad en 1982, tras siete años de cárcel como presa política.

Una bandera del Taller en una marcha de derechos humanos

Los años dorados del Taller llegaron con la casa de 59, donde hoy puede verse la placa.  Ahí pasaba de todo: arte, psicología, teatro, diapositivas, charlas y hasta la producción de la revista El Fango. Sonaban Virus, Los Redondos, Soda Stereo y Sumo, pintaban las paredes con colores y había toneladas de papel glacé, un insumo que la mayoría no podía comprar en sus casas. Los más chiquitos lloraban por cualquier cosa mientras los adolescentes sentían el vértigo de asomarse a la vida adulta.

“A 59 iba para ver a la chica de la que estaba enamorado”, confiesa Móbili, hoy docente y realizador de contenidos pedagógicos audiovisuales del ministerio de Mujeres y Gėneros bonaerense. Tenía cinco años él y siete su hermana Valeria cuando secuestraron al esposo de su madre y padrastro Luis Roberto Contrisciani. “Es loco porque recuerdo la escena como de atrás, como si la hubiera visto de afuera: lo subieron a un torino blanco y se lo llevaron”.

En el Taller reinaba la alegría pero los chicos y chicas también sufrían crisis de angustia que los talleristas atendían con amor y profesionalismo. Diez, Schaposnik, Fonseca, Barrufaldi y también Bettina Priotti, Pablo Madera, Cristina Izaguirre, Diego Maroz y José Souto, entre otros, desplegaron con gran compromiso una pedagogía del amor que tenía como fundamento los ideales de la militancia revolucionaria de los 70’.

“La perspectiva de la pedagogía de la liberación estuvo muy presente en nuestras estructuras conceptuales, incluso, años después, en el 86, cuando se realizó en Argentina el Congreso Mundial de Educación para Adultos que presidió Paulo Freire junto a Emilio Mignone, un pequeño grupo de trabajo fuimos a reunirnos con él y contarle la experiencia pedagógica de los talleres”, explica Norberto Liwski, médico pediatra, docente, investigador y referente de derechos de niños, niñas y adolescentes.

En el lugar que funcionó, hoy existe una tapicería

El Taller fue segunda casa, escuela y comunidad para chicos y grandes. “Fue aprender también que las cosas se construían juntos porque no había caso. Yo llevaba actividades armadas que ni prendían y fue como un curso acelerado de educación popular sin haber tocado un libro de Freire, porque no había forma de que si había algo que no les gustaba lo hicieran. Era planificado, pero siempre terminábamos haciendo otra cosa”, cuenta Laura Taffetani, tallerista.

“A mí siempre me sorprendió la potencia de los chicos que era, bueno, la potencia de sus padres también, de su historia, de su contexto. Y creo que ellos nos sostenían a nosotros y nosotros los teníamos a ellos. Era digamos, un fortalecimiento mutuo”, coincide Diez.

Pablo Díaz, sobreviviente de La Noche de los Lápices, fue uno de los tantos protagonistas del Taller

Claudia Revoledo (47) y Lucas Fonseca (44) se llevan apenas tres años y comparten una devoción: Lito, el padre de Lucas. Ella empezó a ir al Taller con su hermano mayor, Diego, cuando tenía alrededor de seis años. Su papá, Mario “Tucuta” Revoledo, trabajaba en YPF y fue secuestrado por hombres de la Brigada de Investigaciones el 18 de mayo de 1977 de la casa donde vivía la familia en Berisso.

Desde entonces, la madre de Claudia tuvo que empezar a trabajar y los chicos iban a un hogar de día de lunes a viernes. Los sábados, en el Taller, eran sábados de súper amor. “Recuerdo un amor profundo por los talleristas, yo digo que eran mis papitos porque así lo sentía, al faltarme mi papá los sentía a ellos. Vivía pegada a Lito o Sapo, especialmente a Lito, era todo para nosotros”, cuenta a Begum Claudia con voz tímida, la característica que la distinguió desde niña.

Damián Perego, de rojo, y Lito Fonseca, de boina, en una juntada

“Mi viejo era una locura, los llevaba al hospital, arreglaba cosas, iba a buscar mercadería. Los sábados terminaba de laburar en el taller mecánico y salíamos a buscar a los Velázquez, los Inama, los Benvenutto, los Rojas, los Riquelme. Para mí el Taller era toda la semana”, revive Lucas, el menor de los tres varones hijos de Lito.

Néstor Pichila Fonseca -tío de Lucas- fue secuestrado y desaparecido el 31 de mayo de 1978,  era obrero del frigorífico Swift de Berisso, fundador del Grupo Cine Peronista de La Plata y militante montonero. “A mí tío me lo metieron adentro aunque no lo conocí. Era un jesucristo rebelde y se desvivía por los derechos de los demás”, valora Lucas, que sin título ni cargo se considera trabajador social gracias a las enseñanzas de su papá.

Hay una escena que nunca olvidará. Lito es guardavidas y una vuelta, durante un campamento en Miramar, los bañeros no dan abasto y él salva la vida de dos personas. Cuando sale del mar, una nube de pibes se le cuelga del cuerpo bajo y atlético. Que lo abracen ellos, piensa entonces Lucas, más alejado, con una mezcla de egoísmo, cariño y resignación.

La solidaridad y el ser con otros fue ley en el Taller. Pese a las contradicciones que suponía para quienes debían “compartir” a sus padres. “A los pibitos les tengo que sacar una sonrisa sí o sí. Eso lo aprendí en el Taller y lo seguiré haciendo toda la vida. Porque se me quiebra la espalda si no puedo ayudar a alguien”, dice Lucas, comerciante y hoy presidente del club del barrio Savoia.

UN LUGAR DONDE NO HABÍA FILTRO

El Taller fue un lugar donde se hablaba de lo que les estaba vedado a los familiares de desaparecidos en los primeros años de la democracia, un espacio donde la conversación sobre el club de fútbol o la banda de música del momento podía terminar en las preguntas que algunos no encontraban en sus casas y, menos aún, en otros ámbitos sociales.

“El Taller fue el primer lugar de contacto con la historia militante de mis viejos”, asegura Pía Ríos, 48 años, profesora de Artes de la UNLP. Al principio, sus tíos maternos, con quienes vivían ella y su hermano Camilo tras la desaparición de sus padres, no querían que tuvieran ese contacto. Juana María Armelin y José Ríos, militantes del Partido Comunista Marxista Leninista (PCML) están desaparecidos desde febrero y mayo de 1978 respectivamente.

En el Taller circulaba la palabra y los juegos, y así se podían hablar de temas que estaban vedados en gran parte de la sociedad

Pero las buenas referencias sobre los adultos del Taller y el hecho de que quedara a la vuelta de su casa, ayudaron a aflojar la prohibición. Camilo, por ser varón, llegó a ir a los campamentos. Pía iba los sábados y hasta se puso de novia con un chico que conoció ahí.

Perla Diez, su hija Lucía Moura, y Ana Schaposnik, entre otras

“El Taller generaba ese espacio donde los hijos tenían la posibilidad de hablar, donde existía el régimen de escucha que los habilitaba a moverse con naturalidad, sobretodo para aquellos chicos que afrontaban mayores dificultades para abrir su historia familiar”, afirma Pighin en su investigación.

“No era necesario decir mucho para saber lo que nos pasaba. El Taller fue un lugar para alojar a las niñeces, un lugar de encuentro, de causa común. A lo largo de todas sus etapas significó una infancia acompañada para no sentir oscuridad”, define Lucía Moura (47), docente en una escuela de Punta Lara.

Aunque sólo lo cuenta cuando le preguntan, sabe de oscuridades: nació en cautiverio, en la cárcel de Olmos, hija de Perla y Jorge Moura, el hermano de los creadores de Virus, desaparecido desde el 8 de marzo de 1977. Como se lo llevaron antes de que pudiera reconocerla, pudo obtener ese apellido recién a los 16.

Cuando la mamá recuperó la libertad e hizo pareja con Rubén Sapo Schaposnik, fueron a vivir ella, su hermana Clarisa Moura y Ana Schaposnik, hija del matrimonio anterior de él y cuya madre también está desaparecida, todos a una casa. “Éramos tres hermanas con apellidos diferentes. Imposible de explicar”, dice, “en el Taller se hablaba implícita y explícitamente de estas cuestiones, había una cosa muy lúdica, de contarnos las cosas sin dramatismo, con empatía y solidaridad”.  

A fines de los 80, el Taller se mudó a una casa ubicada en 69 entre 118 y 119, donde desplegó la misma metodología y actividades ampliando su alcance a chicos y chicas de barrios pobres con distintas carencias e inspirado en el mismo espíritu comunitario de sus inicios.

“A medida que los chicos fueron creciendo, los diferentes talleres comenzaron a ampliar su margen de acción por fuera de los hijos de las víctimas de las dictadura. Así, se brindaron para asistir a la sociedad afectada por los procesos sociales y económicos iniciados en ese período y continuados por el menemismo al iniciar los 90’”, dirá Pighin sobre el proceso de transformación que vivió el Taller en esos años de gobierno neoliberal.

En 1995, cuando nació la organización HIJOS, muchos de los miembros del Taller se sumaron. Venían con una experiencia acumulada, de construcción de la propia identidad que los distinguía de otros que nunca lo habían podido hablar. Una suerte de ventaja en la elaboración de sus trayectorias vitales que perdura hasta hoy.

“El Taller fue mi primera vida, fue educar a mi hermana, mi tribu, mi palo. Nunca cerró. Todos los 24 marzo tenemos 30.000 razones para juntarnos”, se entusiasma Damián Perego. “Es hermoso, es suficiente el amor. Todo lo que se siente, gracias a todos y a todas, feliz día hermanos de la vida. Muy emotivo todo y es nuestra lucha”, vibra el mensaje de WhatsApp.

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