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La crianza de Favaloro y el precoz surgimiento de su vocación 

Tanto en La Plata como en distintos puntos del país, habrá una gran cantidad de actividades para recordar al ilustre cardiocirujano y héroe nacional.  

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René Favaloro comenzó la escuela primaria a principios de 1930. Si bien se graduó en la Escuela N° 45 Manuel C. Rocha, del barrio de El Mondongo, en su trayecto escolar hay un dato desconcertante que da cuenta de un paso fugaz por la Escuela Primaria N° 15 “Sargento Cabral”, de la localidad de San Germán, apenas un caserío entre montes y caminos arenosos en el distrito de Puán, en el sudoeste de la provincia de Buenos Aires.

Aunque en la familia nadie recuerda aquella circunstancia, así consta en la Cédula Escolar que la Dirección General de Escuelas bonaerense le asignaba a cada alumno donde consta que el alumno recibió un pase “por mudanza” el 12 de abril de 1930, por el cual continuó cursando el primer grado en el turno mañana de la Escuela N° 45. Los parientes no descartan la hipótesis de que su padre haya tenido un trabajo importante en esa zona y que, en medio de las dificultades económicas de la época, se hubiera desplazado hacia allí. Cerca de San Germán tenía un campo Manuel Rodríguez Diez, esposo de Ofelia Raffaelli, hermana menor de Aída, la madre de René. El matrimonio vivía en Villa Iris, una de las colonias próximas a Jacinto Arauz, el pueblo pampeano donde años después Favaloro recalaría recién recibido de médico.

La Escuela N° 45, quedaba a seis cuadras de su casa y a tres de la de sus abuelos maternos, Giuseppe y Cesárea Raffaelli, adonde concurría asiduamente después de clases. Con Cesárea trabajaba en la huerta y cuidaba los animales que había en el corral. 

Según los datos del Cuerpo Médico Escolar cuando ingresó a primer grado, con 6 años, René medía 1,25 metros. En esa época sobresalía entre sus compañeros por su altura y por su buena conducta, pero no por su desempeño escolar, que con el tiempo fue mejorando. Si bien alguna vez integró el cuadro de honor, en todos los años de la primaria mostró la misma evolución: un comienzo de flojo rendimiento que iba repuntando a medida que avanzaba el período lectivo. El proceso puede observarse en las copias de aquellos boletines que se conservan en el archivo del Colegio Nacional de La Plata, donde hasta figuran algunos llamados de atención tales como “muy conversador”, o “mejore su conducta”.

Con pocos recursos, pero gran vocación y entrega, el cuerpo docente, bajo la supervisión de la directora Elvira Rodríguez, fomentaba el aprendizaje a través de tres principios: la participación, el deber y la disciplina; algo que Favaloro se encargó de destacar y agradecer a lo largo de su vida; igual que la lectura de libros como Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez; Juvenilia, de Miguel Cané; o Recuerdos de provincia, de Domingo Faustino Sarmiento. Alguna vez René evocó a su maestra de sexto grado, Laura Villanueva, recostada sobre el ventanal del aula, respondiendo las inquietudes de los alumnos sobre temas que, en ocasiones, excedían los contenidos incluidos en los programas de estudio. También solía recordar anécdotas graciosas de los actos que se realizaban los días festivos, donde era común que los alumnos hicieran representaciones teatrales.

René tuvo al menos dos grandes amigos de la infancia, con los que compartió a una misma vez la geografía del barrio, la escuela y la pasión por Gimnasia y Esgrima: David Isaac Harari y Héctor Mario Moszenberg.

Por lo demás, la infancia de Favaloro transcurrió en el clima modesto y apacible de la periferia platense, entre casitas bajas y un clima de gran confraternidad. Era un ambiente semi rural con calles de tierra y veredas con zanjas que en las noches húmedas y calurosas se poblaban de ranas. Más allá de los juegos infantiles, la rutina del día incluía dos obligaciones ineludibles: la tarea escolar y el cuidado de la quinta. En su hogar lo alimentaron con el ejemplo de la cultura del trabajo y el esfuerzo, no solo como forma de ascenso social sino, ante todo, como postura ética frente a la vida. Su padre, Juan Bautista, era riguroso y parco. Vivía para su trabajo y a veces no veía la luz del día. Entraba en el taller antes del amanecer y salía para la cena. Solo descansaba en Navidad y Año Nuevo, cuentan sus descendientes. En aquel galpón René, a quien en la casa llamaba “El Pibe”, empezó a jugar con la viruta, pero luego, poco a poco, fue identificando las herramientas y su función. Observaba abstraído la forma en que su padre trabajaba en la técnica del encastre con minuciosidad de artesano y precisión matemática. Una vez, se subió a un banco para curiosear, trastabilló y se desplomó sobre una sierra sin fin. Sufrió una herida profunda a la altura de la cadera derecha por la que tuvo que ser llevado de urgencia al hospital Policlínico. La cicatriz lo acompañó toda su vida.

A medida que fue creciendo, pasaba más tiempo entre las maderas experimentando con gubias y formones. Así comenzó a incorporar la actividad naturalmente y, desde los diez años, empezaron a darle tareas. En los veranos, o cuando la demanda apretaba, se convertía en un operario más. Aprendió la técnica del tallado con un italiano de apellido Davagnino. Su madre, Aída, tenía los ojos verdes y una mirada tierna. Cumplía con devoción y esmero su papel de ama de casa y contribuía con la economía del hogar a partir de sus habilidades como costurera. Favaloro solía contar que ella le había enseñado a zurcir y a hacer nudos con el hilo de los carreteles. La recordaba sentada durante horas frente a la máquina de coser, haciendo el pespunte de un mantel o el dobladillo de un pantalón. Siempre lo asombró su capacidad para copiar los modelos que aparecían en las revistas.

En la paz pueblerina del barrio, el zaguán, la vereda y el potrero eran, junto a la escuela, escenarios de socialización por excelencia. René y su hermano Juan José hacían de las suyas en el mundo de doscientos metros que era la cuadra de su casa. Juan José era más dado y travieso: desde chico lo llamaban “Manzanita”, porque siempre andaba como acalorado, con las mejillas enrojecidas. Se destacaba en el barrio por su habilidad para hacer barriletes, y tenía una colección de cometas que era la envidia de todos.

Los frecuentes picados que enfrentaban a los chicos de la cuadra casi nunca se jugaban con una pelota de cuero; a modo de balón usaban un puñado de trapos viejos atados con sogas. Aquellos partidos, evocados por Favaloro en varias ocasiones, eran espacios en los que se forjaba la personalidad de cada cual y comenzaban a aflorar la amistad y los liderazgos. En su casa, René y Juan José habían armado, con ayuda de su padre, una especie de casilla a un costado del galpón usado para estacionar las maderas. Allí solían juntarse con sus amigos y, como un presagio de lo que vendría, muchas veces convirtieron el lugar en una especie de consultorio donde jugaban a operar, curaban a algún perro guacho del barrio o despanzurraban una paloma.

A su vez, era la época de esplendor del club social y deportivo, consolidado como eje vertebrador del vecindario. Contaban con importantes instalaciones, donde se organizaban actividades para la familia, reuniones de amigos, bailes, kermeses, corsos, grupos de teatro, comidas y hasta tareas comunitarias. En las fiestas era común la presentación de números en vivo, especialmente orquestas de tango en las que, por esos años, descollaban jóvenes figuras como Alberto Castillo, Aníbal Troilo, Osvaldo Fresedo o Ricardo Tanturi. Allí, además del fútbol, se practicaba básquet, bochas, boxeo y billar, entre otras disciplinas que se alimentaban a través de ligas y convocantes torneos barriales.

René Favaloro y un grupo de colegas

René tuvo al menos dos grandes amigos de la infancia, con los que compartió a una misma vez la geografía del barrio, la escuela y la pasión por Gimnasia y Esgrima: David Isaac Harari y Héctor Mario Moszenberg. El primero vivía a media cuadra de lo de los Favaloro y el otro, a la vuelta de la escuela. Con ellos compartía un cúmulo de vivencias íntimas e imborrables. Según contaba Favaloro, los Moszenberg vivían de los pocos pesos que el padre reunía repartiendo pan en una bicicleta y muchas veces su familia invitaba a Héctor a comer. Pese a que el destino los llevó por difeentes caminos, nunca se rompió el vínculo que los había fundido en aquellos primeros años.

Cuando finalizó la primaria le entregaron un certificado analítico firmado por la directora de la Escuela N° 45, Elvira Rodríguez. En el último año se había destacado en historia, geografía y labores y tareas manuales. Sus puntos débiles estaban en matemática, lengua, educación física y música. El Pibe estaba decidido a seguir estudiando y convertirse en un profesional. Se propuso ingresar al prestigioso Colegio Nacional Rafael Hernández de la Universidad Nacional de La Plata, para lo cual contó con el apoyo decisivo de su madre y sirvió para diluir los reparos de su padre, que siempre había proyectado tenerlo a su lado en la carpintería. Para eso, durante casi todo el último año de primaria dedicó varias horas al día a prepararse para el examen eliminatorio. Su gran preocupación era la matemática. Con una constancia encomiable, revisó todo lo visto en las carpetas que guardaba de los años anteriores y volvió a hacer todos los ejercicios hasta aprendérselos casi de memoria. Junto a su tío Luis Gerónimo, ferviente defensor de las ideas socialistas, iba a la biblioteca Alborada, en 58 entre 10 y 11, a buscar textos clásicos y manuales de lengua. Leyó todo lo que pudo y practicó las reglas de la ortografía y la sintaxis.

A principios de febrero de 1936, René había reunido todos los requisitos para inscribirse en el Nacional. Le pidieron una copia de la cédula de identidad y varios certificados en los que constara edad, aprobación del ciclo primario, cumplimiento del calendario de vacunación y estado de salud. El siguiente paso fue afrontar el examen, que consiguió sortear, pese a que no le resultó nada fácil. “Pasé raspando”, admitió en su libro Don Pedro y la educación, dedicado a uno de sus docentes del secundario, el literato dominicano Pedro Henríquez Ureña.

Entre los Favaloro, el tío Arturo se había convertido en una referencia importante por haber sido el primero en acceder a la educación universitaria. Sus padres y hermanos mayores le costearon el arancel de la Escuela Preparatoria de Medicina, una instancia de estudio terciario que dependía de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Se cursaba los primeros tres años con programas semejantes a los de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad de Buenos Aires, donde debía completarse y validarse la formación.

Mientras estudiaba, Arturo fue adquiriendo un interés y compromiso crecientes por la política. Eran tiempos convulsionados en los claustros académicos y no tardó en entreverarse en los debates febriles sobre la renovación de los claustros que, desde la Reforma Universitaria originada en Córdoba, en 1918, había calado hondo entre los estudiantes platenses, quienes pugnaban no solo por mayor participación y democracia interna sino que bregaban por una profundización del carácter científico de la institución. Arturo defendía con enjundia la representación estudiantil en los cuerpos directivos y la consolidación de mecanismos que aseguraran el ascenso social de las clases trabajadoras.

Las discusiones alcanzaron en La Plata un cariz de extrema violencia, con expulsiones, enfrentamientos callejeros, detenciones ilegales y clausura de locales estudiantiles. El pico máximo se había producido a principios de abril de 1920 cuando, en medio de una refriega durante una huelga estudiantil murió baleado el estudiante de Medicina David Francisco Viera, homicidio que nunca fue esclarecido.

En el tramo final de sus estudios, Arturo realizó la residencia en el hospital Pedro Fiorito, de Avellaneda, inaugurado en 1913 como el más importante al sur de la Ciudad de Buenos Aires, y donde consiguió su primer trabajo después de recibirse. No pasó mucho tiempo para que decidiera instalarse en una casa cerca del nosocomio, en la que montó su consultorio particular. Así, Arturo Cándido Favaloro se erigió en el primer médico de una familia que hoy cuenta con cuatro generaciones de galenos. Se especializó en cirugía y pronto comenzó a trabajar en el hospital Guillermo Rawson, cuna de una de las escuelas más importantes en la materia. Pero, pese a abocarse intensamente a la profesión, no perdió el vínculo con sus parientes. Los fines de semana decía presente en los tradicionales almuerzos domingueros y, entre otras cosas, aprovechaba para disfrutar de la pasión compartida por el club de fútbol Gimnasia y Esgrima. Entre Arturo y René se estableció una conexión singular: “Quizá por ser yo el primer sobrino varón, sentía por mí cierto afecto especial que resaltaba cuando volvía a La Plata a visitar a sus familiares, en los pocos ratos libres que le permitía su actividad. Existía entre nosotros, sin duda, una relación más profunda”, escribió alguna vez el cardiocirujano. 

Aída solía decir que en su hijo la inclinación hacia las ciencias médicas se había manifestado en forma precoz. El propio Favaloro lo convalidó en su libro Recuerdos de un médico rural: “Debo confesar que la medicina fue vocación en mí desde siempre. Mi madre refiere que ya a los cuatro o cinco años manifestaba deseos de ser médico. La explicación debe encontrarse en el predicamento de mi tío doctor, hermano menor de mi padre, entonces el único miembro de la familia con educación universitaria”. 

Algunos fines de semana, Arturo llevaba a su sobrino a su casa de Avellaneda. Charlaban sobre los vaivenes del trabajo de médico y el Pibe observaba con curiosidad e interés todo lo que ocurría en el consultorio. Luego, acompañaba a su tío en las llamadas “visitas de auxilio”, un itinerario por las casas de los vecinos del barrio que tenían prescrito reposo domiciliario. Entre paciente y paciente, el tío le comentaba los pormenores de cada caso. “Entonces sí tuve el convencimiento absoluto de que mi futuro estaría en la medicina”, refirió René al evocar aquella experiencia reveladora que sirvió para orientar su destino.

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