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Araceli González: “Decidí alejarme de la televisión y limpiar mucha gente de mi vida”

A los 8 años, “desdibujada por el abandono”, decretó qué mujer sería pada siempre. En el camino se construyó y reconstruyó cientos de veces. Surcó un abuso y 10 años de pánico. La ausencia de su madre le mostró que “había vivido para ella”, y supo “de qué iba el amor” recién a los 40. Qué aprendió tan cerca de la muerte, los “destratos” en los sets que la volvieron “más digna” y el nuevo giro que hoy le da a su historia

Araceli González: “Decidí alejarme de la televisión y limpiar mucha gente de mi vida”

28 Ago, 2023
Por Sebastián Soldano
Así fue que, aguijada por la necesidad de respuestas, entró a esa cabaña modesta e insospechada como todo aquel entorno, a casi dos horas de la gran ciudad. Del otro lado del escritorio, una señora con acento foráneo le dio una austera bienvenida. Esta médica, tal vez neuróloga y algo ermitaña, que además es canalizadora espiritual, replicó el “buenas tardes” a cada uno de sus lados. Perpleja, Araceli Edith González (56) preguntó a quiénes más saludaba. “Tu madre Rosita y tu abuelo Fito, llegaron con vos”, explicó la médium antes de soltar una serie de revelaciones. “Entretanto, manifestó que en mi vida anterior fui un exitoso arquitecto que murió a fines de los años 20″, cuenta. Pero ese resultó el menor de los impactos, “a fin de cuentas, mi historia se ha tratado de construirme, demolerme y rediseñarme varias veces más de las imaginables”. Ese ejercicio que cimentó a quién es hoy, y con el que aquellas presencias compañeras de esa cita han tenido tanto que ver, se hará eje de charla en nuestro encuentro. “Porque como decía mi querido Juan Alberto Badía (1946-2012): Uno no es lo que es hoy, sino el tránsito que hizo hasta llegar a hoy”.
Ninguna sorpresa. Sin la intromisión de un destino caprichoso “yo hubiese sido arquitecta, ese era mi gran sueño”, relata. Y atribuye esa pasión a la influencia de su “adorado” abuelo Fito. Adolfo Monteferrario, hijo de una francesa que llegó al país como dama de compañía y de un severo italiano tan machista que educó a cinco mujeres que murieron vírgenes, había sido obligado a cursar Ingeniería Civil mientras, muy a escondidas, estudiaba Medicina. Pero, y además, fue un exquisito poeta. “Crecí con olor a caucho, a grafito, a papel. Me recuerdo maravillada por sus modos, su elegancia y sus ideas, parada junto a él para verlo dibujar sus edificios”, describe.
Por otro lado, haber sido hombre tampoco la subyugó. “Sin dejar atrás ni siquiera un ápice de mi femineidad, supe desarrollar cierta energía masculina en tantos tránsitos en los que debí criar a mis hijos siempre muy sola”, señala. “No olvidemos que mi abuela María (López), que era modista, y a los 9 años ya criaba a 10 hermanos en mitad del campo, murió a sus casi 101 cosiendo una pollera. ¡Van a hablarme a mí de feminismo! No necesito banderas, a mí me avala una vida. Soy feminista hasta la médula y a mi mesa se sientan hombres hermosos que saben cobijar, que nos animan salir sin recortes, que caminan a la par, acompañando y entendiendo que su dignidad pesa igual que la nuestra”, señala. En definitiva, y más allá de las circunstancias, “el rol de proveedora y protectora es parte de esa filosofía del nido que heredé de mis mujeres”.
Araceli se refiere al “matriarcado ovárico, orgánico y definitivo” de las Monteferrario. “Mujeres bellas de gran entrega, pasión visceral por sus hombres, pechugas de batarazas que daban seguridad y, por sobre todo, sabiduría para surcar el machismo con dominio solapado”, dice de su rama materna. “Me fascinaba escucharlas hablar sin pudores ni pruritos mientras lavaban sus trapos, dándose coraje y consejos maritales de brutal intimidad. Para mí eran amazonas que podían matar un pollo con sus propias manos y servirlo por la noche con altísima elegancia”, cuenta.
Entre ellas se educó durante los veranos en Ceres. Esos de mesas eternas, chismes susurrados, polémicas a gritos, charlas de abanico en cocinas con olor a caramelo, sonido de Volturno y sabor al más fiel neorrealismo italiano. “Así aprendí a vivir, pecheando la vida, como lo hacían todas: reaccionando de 0 a 100 en fracciones de segundos. Decidiendo. Resolviendo. Sin saber qué es eso de esperar”, sentencia. “Y la vida, que alguna vez me construyó como heroína hacedora y provisora de mi entorno, un día me dijo: ´Hasta acá. No podés con todo´. Y me frenó de un golpe”.
Se había adueñado ya de los 90 sin sospechas de que el horror haría lo mismo con ella. “Fue en tiempos de Nano (El Trece, 1994). Estaba en el mejor momento de mi carrera y, sin embargo, debía ayudarme con pastillas para salir de casa y pedirle a mi hermano que me llevase a grabar”, recuerda Araceli. “En miles de oportunidades llamé a mi psiquiatra llorando porque lo único que necesitaba escuchar era: ´Hola, acá estoy´”. El pánico la atacó durante 10 años, “incluso durante el embarazo de Toto (Tomás Kirzner, 25), cuando me volqué al yoga y a la vida natural para encontrar alivio ante la posibilidad de ingerir medicamentos”, relata. “Me costaba quedarme en los eventos y muchas veces salía de ahí manejando directo hacia el hospital. Y ya había entrenado a Flor (Florencia Torrente, 35) para que supiese qué hacer si yo me desvanecía. La vida se hacía horrible a merced de eso, que era como un Alien que se metía en mi cuerpo hasta asfixiarme”, describe.
“En aquel entonces era sumamente vergonzante decir que uno sufría de ansiedad o de pánico. Y mucho tiempo antes de poder hablarlo con la naturalidad que merece, me repetía: ´Tranquila, no es una enfermedad. No estás loca. No vas a morir por esto´”, cuenta. “En ese tránsito, y desde lo más profundo de la angustia, entendí el valor de dejarse caer. Mi psicólogo me decía: ´No intentes controlarlo todo´. Porque así se llega a la oscuridad y es ahí, en lo más profundo, donde logramos estar más lúcidos”, explica. “Yo necesitaba estar cara a cara con el dolor, con la verdad más dura. Porque la verdad es una, y el final de todo. Eso me hizo así de valiente”.
Y esa gimnasia (ya habilidad) de reconstruirse una y tantas veces, consecuente con “vínculos y encrucijadas”, también puede desatar “la destrucción total”, como asegura. “Hasta ahí había sabido pararme sobre la mismísima mierda, masticarla y digerirla para volver a levantarme. Lo que fue enseñándome a no volver a pisar en ciertos lugares y a ubicar las cosas en sus debidos cajones. Un trabajo que he enseñado a mis hijos y del que me ocuparé para siempre”, dice Araceli. “Finalmente la olla se había destapado y todo me explotó en la cara”.
La eclosión de la que habla tiene que ver con una serie de episodios que iremos entretejiendo con el correr de los párrafos. Pero la mecha se encendió con el sonido del timbre. “Un día, papá vino de visita, como lo hacía un par de veces al mes, y al tocar la puerta yo pedí que no le abrieran”, cuenta. “La ansiedad suprema que en ese instante se disparó en mí fue tal que no pude verlo. No podía. Lloré, lloré y lloré. Lloré sin parar. Entonces llamé a mi psicóloga e iniciamos el psicoanálisis”. La reacción se ata directo al 75, cuando asegura haber atravesado “un hecho tan triste que me desdibujó como niña”.
Tenía ocho años cuando afrontó la separación de sus padres. “Mamá, con 34 años y dos hijos muy chicos, tuvo la valentía de poner las valijas de mi padre sobre la vereda para que se fuese. Aun amándolo con su alma, y sabiendo que quedaríamos casi en situación de emergencia, cerró la puerta diciendo: ´¡Se acabó!´. Así era de audaz, ya en una época estigmatizante en la que muchas resignaban su felicidad para conservar un matrimonio”, relata. “Siempre fui muy curiosa, muy indagadora. De hecho ella solía sacudirme en los colectivos porque me colgaba mirando a la gente sin el mínimo disimulo. Y así de observadora fui de su duelo, de ese marcador tan importante en mi vida que instaló cierto abandono. Una profunda sensación de desolación, porque el padre es la ley, la imagen de protección. Luego analicé muchísimo todo esto… No era casual que yo buscase abandónicos. Mi psicóloga me explicaba que el 90% de las de las personas que no han tenido un padre presente, busca relacionarse con hombres similares. Era tal la vergüenza que, en aquel momento y durante mucho tiempo, ensayé la actitud con la que diría que papá estaba de viaje, cuando algún compañerito preguntaba”, recuerda. “Ya de grande, debí aprender a reformular esa mirada con respecto al sexo opuesto y en términos de encontrar un compañero”, explica.
Ernesto Omar González fue expulsado, digamos, “por mentir”, como resuelve muy discreta. “Mamá era súper digna. Ni en pedo se quedaba en esa… ¡Y me hizo igual a ella!”, suelta, graciosa. Rosita, que hacía años había relegado su carrera en la danza clásica y pasarían muchos más para que pudiera confesarlo como su gran frustración, supo apelar a la urgencia con creatividad. “Cuando había poco en la heladera, decoraba los platos con nuestros nombres para que no se notara todo eso que faltaba”, describe Araceli sobre el duro pasar que intentaba camuflar con fábulas y sonrisas.
Así fue que en medio de una madrugada, de esas que en Lugano parecían más frías, Rosita, Araceli y su hermano Adrián (de por entonces cinco años) escaparon del humo que fumaba un viejo calefón amenazante, sin soltarse de sus manos ni de la resignación. “Corrimos tan rápido como pudimos. Mamá nos sentó sobre el cordón de la vereda de enfrente y dijo: ´Vamos a ver cómo explota nuestra casita´. Pero, claro, la casa había explotado ya mucho tiempo antes”, recuerda González. Tan bien, como la “sensación corporal indescriptible” de esa madrugada de la epifanía. “En aquel instante cayó la certeza de por dónde debía ir y, con tan sólo 8 años, decreté qué mujer sería y me impuse un meta clara, ambiciosa y desafiante“.
Antes de continuar, daremos un vistazo sobre el vínculo entre Araceli y su padre, porque “sin dudas hubo un gran replanteo”, admite. Logró indultar sus omisiones “porque entendí que no es una mala persona, sino que simplemente no pudo. ¿Por qué voy a juzgarlo si no pudo?”, reflexiona. “Y la verdad es que lo perdoné porque ya no quiero cargar con eso en mi cuerpo. Sí, me enojé en los momentos en que debía hacerlo. Grité fuerte cuando necesité gritar. Pero también aprendí a darle buenos momentos. A compartir con él lo que me era posible. Y todo a partir de aquellos ataques de pánico que me permitieron decir y sanar”, asegura. Después de todo, “siempre quise encontrar a papá”, relata. “Revisando mis fotos me di cuenta de que siempre estoy en sus brazos, mirando todo desde ahí arriba con cierta soberbia, orgullo y seguridad. Sentía una debilidad muy especial por él”.
Araceli cita los tangos que han bailado juntos en los patios familiares de los tíos de Parque Patricios y el impulso de complicidad que volvió mucho más luego, al comprar su primer 0 kilómetro. “Pancho Dotto (68) me odió ese verano en el que recibí el llamado de la concesionaria y dejé plantada la temporada en Punta del Este. Me decía: ´¡Estás trabajando como nunca! ¿Te volviste loca?´. Y un poco tenía razón, porque los autos siempre fueron mi pasión”, explica. “Y con esa emoción inmensa que brotaba de mi pecho salió también la necesidad de compartir ese momento con mi viejo. Porque con él veía las carreras. Con él iba al autódromo. Por él amo los fierros. Tanto que en mi adolescencia pensé en dedicarme a ser la corredora que, ya de grande, pude interpretar en Carola Casini (El Trece, 1997)”, cuenta. “Y esa tarde llegué tocando bocina a la estación de servicio en la que él trabajaba mientras todos los vecinos salían a ver qué feliz era Araceli con su auto nuevo”, cita. “Nunca voy a olvidar ese abrazo entre los dos con el aplauso de fondo de todo un barrio emocionado”.
Arita miraba a su madre, “esa leona que lloró tanto por amor y vivió con todo eso bello que le daba al Universo”, define. “Yo hacía estrategias mentales para hacerla reír. Porque, desde entonces y para siempre, el objetivo de mi vida sería hacerla feliz”. La venta de la casita de Lugano para la compra del tres ambientes en el monoblock de Primera Junta y Directorio, en Haedo, había dejado “un resto” a la supervivencia. Al menos, hasta el primer sueldo de la fábrica de vendas para yeso. Rosita aportaba lo suyo en un contexto apretado en el que convivían el cáncer que hostigaba a la abuela Delfina, la jubilación del abuelo Fito y el pesar por la bancarrota del tío Puchi. “Ella estaba exultante con su puestito, a pesar de la intoxicación que padecían todos ahí adentro. Pero la dicha duró hasta que el tipo que la contrató comenzó a acosarla”, cuenta González.
Con terror de que “ese poquito de ahorros se cayera”, aceptó el empleo de una planta celulosa. “Un día le pregunté: ´¿Má, qué haces en tu nuevo trabajo?´. ´Envuelvo rollos de papel higiénico. Cuantos más envuelvo, más me pagan´, me respondió. Y al día siguiente yo estaba ahí, al lado de ella, en ese cuarto tan precario compartiendo esa experiencia, que muy lejos del dolor, también me construyó. ¡No me daban las manitos!”, recuerda. “Embalaba desesperada, porque quería llegar a casa con mucha plata y así verla más tranquila. Ya tenía estudiados sus movimientos y esperaba oírla tararear. Porque cuando mamá cantaba ‘Madreselva’ (Francisco Canaro), yo sabía que ella estaba feliz”.
¿Cómo no sentir culpa del ocio? Si a los 12 ya animaba fiestas infantiles en Ituzaingó, antes de vender alpargatas (aunque los sobrantes de febrero “que ya nadie compraba”), y a los 15 ya buscaba su lugar en pasarelas. “Porque al cumplirlos, el regalo de una tía fue una cita con Daniel Desio y Felipe Fernández, los representantes de grandes modelos del momento, como Anamá Ferreira y Ethel Brero. Me pusieron un traje de baño amarillo y me dijeron: ´A ver, caminá´. Y no paré de hacerlo en giras por el interior del país hasta pagar mi propio viaje de egresados, porque de lo contrario, no podría haberlo hecho jamás”, cuenta.
Entretanto, “nunca dejé de ir a buscar a mamá a la parada del colectivo todas las noches en las que hacía sus horas extras en la Caja de Retiros donde trabajaba, amada, siempre amaba por todos los jubilados”, define. La suerte le cambiaría poco después, “cuando le ofrecí ser vendedora de Aracoeli, la marca de ropa que abrí junto a mi hermano (el productor televisivo Adrián González, 52)”. Pero fue un rato antes, en 1989, que logró cumplir uno de los tantos sueños que Rosita había dado ya por postergados.
Mediaba el 89 cuando una marca de jeans la invitó a desfilar sus prendas en una pasarela especial para clientes del interior en la misma fábrica de la firma. “Me pagaban 2000 pesos por día en épocas de la convertibilidad. ¡Imaginate!”, revive con humor. “Salía de mi casa de Ramos Mejía muy temprano, pasaba por el kiosko de revistas para comprar el diario Crónica, porque veía en subte que los hombres que iban a sus trabajos lo llevaban siempre bajo el brazo… ¡Yo era una mujer que trabajaba, y también quería llevar el mío!”, cuenta . “Desde el balcón mamá me seguía con su mirada y cuando veía que yo paraba un taxi en vez de subir al 87, que me llevaría hasta la estación, me ponía cara de fastidio. Como diciendo: ´¡No estamos ahorrando!´”, recuerda. “Con la primera gran paga, mirá todo lo que me compré: un Fiat 600 color caca (y tan destruido que debía trabar la ventanilla con un destornillador) y 2 changuitos llenos para mi vieja”, describe. “Eso era lo que tanto había añorado. Cruzamos al Hogar Obrero y llené la despensa, su mayor alegría. Y encima, con lo que sobró, le compré ropa elegante a mi abuelo Fito. ¡Yo me sentía una winner!”.
Y quizás, parte de ese afán de “embellecer y dignificar” la vida de Rosita fue callar el dolor más grande que pudo sentir. Araceli tardó 45 años en poner en palabras el repulsivo episodio de abuso sexual del que fue víctima a los cinco. “Viste que uno suele vivir de imágenes…”, comienza. “Y de repente, un día reaccioné: ´Pará, a mí me pasó esto… ¿Pero quién era? No puedo verle la cara…´. Así fui desbloqueando ciertos recuerdos de un todo que aún no puedo descifrar con claridad”, revela. “Entonces, mi psicóloga comenzó a hurgar en distancias conexiones con personajes masculinos de mi entorno inmediato. Que es lo que uno teme, ¿no? Tu padre. Tu hermano. Tu tío. Tu primo. Y no, era ese ser siniestro”, relata.
Todavía vivían en aquella casa de Lugano, comunicada por un patio con la de una de su tía, donde un albañil se ocupaba de una reparación. “Esa basura, abusaba de mí”, relata. “Recuerdo mi pollerita cuadrillé. Él la levantaba. Me bajaba la bombachita… En fin. Nunca más, en toda mi vida, pude usar ropa a cuadros. Jamás”, explica sobre las imágenes “de un manoseo” que su consciente aún limita y que “tal vez algún día se manifieste con mayor claridad”. Por el momento, Araceli subraya: “Es importante lograr abordar el tema, aprender a convivir con esas marcas e intentar planificar con esa mierda una buena construcción”. Y cuando estuvo lista, enfrentó a mamá.
Fueron meses de trabajo de diván sobre “la vergüenza, la culpa y el silencio”, hasta pararse sobre sí misma y delante de Rosita. “Contarle todo eso que pasó fue desgarrador, quizás un poco más que haberlo recordado. Mamá reaccionó con sorpresa, profundo dolor y la culpa que las madres sentimos cuando algo malo le pasa a nuestros hijos. Mucho más cuando somos desmedidamente protectoras”, cuenta. “Lloré como esa niña de cinco años. Y mamá me abrazó, efectivamente, como si yo tuviese cinco años”.
En definitiva, y con el tiempo, “pude correr el foco de ese episodio”, anuncia. “Ya no lo pongo sobre mi victimización. Yo era muy chica para saber lo que me hacían. Hoy veo a esa lacra como un pobre tipo. Y refocalizar, que es un trabajo sumamente arduo, también te ayuda a auxiliar a un hijo, a decirles: ´A mí también me pasó´. Y no transformó mi vida sexual. Ni mi vida afectiva. Ni mi ser mamá. Todo eso no logró arruinarme”, afirma. “Y pensar que yo crecí cuidando a mi hija de esas situaciones, y fue al revés. Le pasó a mi hijo en un segundo y medio. Impensado”, reflexiona sobre el episodio de abuso que expuso Tomás en esta misma sección. “Tenemos que enfrentar la verdad por más dura que sea y ubicar a quien lo atravesó en lo más alto de su dignidad, para que vuelva a ver la vida desde otra perspectiva”, señala. “Eso que salió de mis entrañas no consiguió derrumbarme gracias al trabajo de mis terapeutas y a la gran contención de Fabi (Fabián Mazzei, 57). Así puse sumar mi voz a otras tantas en tiempos en los que ya no vale callar”.
Rosita –”vital como pocas, compañera inigualable y constructora de mi historia”– falleció el 10 de septiembre de 2018, abatida por las consecuencias del Lupus, la enfermedad autoinmune e irreversible que la mantuvo en lucha durante cinco “terribles” años. “Nadie quiso irse de la clínica ese día de visitas. Por lo general, mamá estaba en un cuarto de terapia intensiva, y el turno ya había terminado. Pero de alguna u otra manera, nos quedamos por ahí”, recuerda respecto de aquel día. “Estaba nublado y en un instante, Flor me dijo: ´¡Mirá cómo se abrió el cielo!´. Y en el momento en que me asomé por la ventana, vi a los médicos correr para intentar salvarla de un paro cardíaco. Entonces pensé: ´Ya está´. El cielo, así de abierto, estaba recibiendo a un alma preciosa”, relata. “El duelo no te suelta nunca. Se esfuma el nido. Se esfuma tu lugar, tu red. Te cala esa orfandad. Toda mi vida la pensé. Trabajé para mamá. Para su sonrisa. Para que se sintiese digna. Para que tenga una casa linda, los mejores viajes, el café más rico. Y de golpe me di cuenta de que, más allá de mis hijos, yo había vivido para ella”, analiza. “Y eso fue lo que entendí cuando murió”.
Da cuenta de que cinco años después, “todavía intento reconstruir el mundo sin mi vieja”, declara. “Suelo amanecer pensando: ´No voy a verla más´. Y Fabi me cuenta que muchas madrugadas me sobresalto gritando: ´¡Mamá!´”, revela. “Hace poco escuché a Javier Bardem (54) decir que hoy siente más presente a su madre que cuando estaba viva. Y estoy convencida de eso. Sé que mamá está conmigo todo el tiempo. De hecho le hablo, le pido, y mientras voy de un lado a otro en mi camioneta, sé que anda por ahí”, cuenta.
Entonces volvemos al inicio de esta charla. Al preciso momento en el que aquella médium de la cabaña la saludó al entrar. “Me dijo: ´Dame un minuto… Rosita habla, habla, habla, no deja de hablar. Me pide que no seas tan peleadora con Fabi´. Y solté un carcajada. Porque siempre nos reíamos juntas de lo mala y mordedora que fui de chiquita”, recuerda. Preservará muchas más revelaciones, pero colorará una sola antes de abandonar el tema. “Mamá me anunció que cada vez que yo sienta aroma de flores será su señal para contarme que anda cerca. Y entendí todo, porque es algo que me pasa muy seguido en situaciones por demás particulares”.
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Reseña otro gran quiebre de su vida a los 22, cuando “ya muy segura económicamente, tomé la decisión de separarme”, describe. Habla de la relación con Rubén Torrente, padre de Florencia, tal vez destinada a un final desde la noticia del embarazo que los sorprendió a los 19. Así logró su primer departamento, “pagado mes a mes en Ramos Mejía”, y una sensación tasada al doble. “Sólo teníamos un colchón, un pez negro con ojos de huevo y una ventanita chiquita por la que entraba un aire nuevo que llegó hasta mis ovarios. Entonces dije: ‘¡Era esto lo que pedía mi alma!´”, relata. “Ahí, en ese preciso momento, volví a construir mi vida… ¡Y tomé mate como nunca antes! Pero cerca del nido. De mamá, del tío Puchi”.
Para entonces ya había rechazado una carrera en España, donde cumplía agenda entre Madrid y Barcelona. Y dos años antes su expansión profesional en Tokio (Japón), la ciudad del final. “Recuerdo esa mañana cálida de marzo en la que, a muy poco de haberme instalado, corrí a comprar mi pasaje de regreso a la Argentina. Y fue una de los días más felices de mi vida”, cuenta. Ni por asomo serían los últimos intentos de la industria por desprenderla de sus raíces.
Los 90 ya eran suyos cuando rechazó la propuesta de representación del agente que popularizó internacionalmente a figuras como Sofía Vergara (51). Hoy dirá que “estaba floja con el inglés como para trabajar en una ficción neoyorkina”. Pero se entenderá mejor cuando relate el trasfondo de la primera gran oferta de su proyección latinoamericana. Araceli llegó a negarse ante el mismísimo Hugo López (1942-1993), histórico manager de Luis Miguel (53). “Fue muy amoroso conmigo. Me citó en una oficina que tenía aquí en Buenos Aires para una reunión en la que también participó Lucía Miranda (su pareja)”, cuenta. “Ella estaba feliz, porque me conocía desde los 14 años, cuando yo desfilaba en el programa que conducía en Utilísima”, cuenta.
El suceso televisivo que significó La banda del Golden Rocket (El Trece, 1991-1993) y el éxito que resultaba Nano, coronaban la inmensa popularidad de una chica que hasta había convertido en ícono de estilo su propia imagen. El interés por parte del matrimonio prometía la mejor negociación. “Hugo insistía: ´¡Ara, no podés decirme que no!´. Y del otro lado de la mesa Lucía me miraba como diciendo: ´¡Ay, qué estás haciendo!´”, recrea. “Me invitaron a instalarme en México como centro estratégico para el lanzamiento. Pero en aquel entonces yo estaba en pareja y sólo me llevarían a mí. Así que no acepté”, relata. “Siempre me costó el desprendimiento. Toto y yo somos muy parecidos en ese aspecto: acampamos nuestra vida en un lugar para vivirla bien, aún si hay que ir contra todo lo que se venga. Me resulta imposible alejarme de la familia. Yo extraño esa sensación de madriguera, y necesito esos domingos masivos en mi quincho”, señala.
Respecto de los vínculos, también hablamos de la reconstrucción personal en términos del amor. Lo que define como “una etapa bastante difícil”, porque como dice: “Yo me había casado para toda la vida (1997), dispuesta a tener muchos hijos y a dedicarme por completo a ser mamá. Hasta que descubrí que ya no podía permitirme esos privilegios”, ironiza. “Nuevamente debía arremangarme y volver a pelar mi costado masculino y ser mujer-hombre dentro y fuera de casa”. Es así que, entre una cosa y la otra, recuerda cómo se enteró de la llegada de Tomás (o Totito Kinder, como lo llama) con una anécdota que bien vale el desvío. “Estaba obsesionada por tener un varón, tanto que mientras grababa Carola Casini me hacía los test en el motorhome y, sin mirar el resultado, se los pasaba por la ventana a Juan Palomino (62), pidiéndole: ´¡Decime que estoy embarazada!´. ¡Y nada!”, relata. “Y un día, como cualquier otro, una señora a la que desconocía por completo pero que vivía cerca del set, se presentó decidida a hablar conmigo: ´Hola, vine sólo para contarte que estás embarazada, que será varón y que nacerá en agosto´, me dijo. Desconcertada, subí al motorhome donde estaban Florencia Raggi (50) y Federico D´Elía (56), entre otros compañeros, y reproduje lo que había escuchado. `¡Ay, boluda, no le des bola! Es una idiotez!´, se reían. Nunca supe quién era ni volví a verla jamás, pero así fue”.
Ese mismo ciclo no sólo le dio cuentos hilarantes y, por supuesto, más reconocimiento profesional. También le valió la amistad de Norberto Aníbal Napolitano. Sí, de Pappo (1950-2005). “Fue un tipo maravilloso. Mujeriego como pocos, pero el más dulce”, describe con gracia. “Como grabábamos Carola muy cerca de su casa, muchas veces me invitaba a merendar en compañía de su hermana Liliana (concertista de piano de las más eximias) y de su mamá (Angela Torti), poeta y escritora. Una mujer divina en todas sus formas”, describe. “Verlos juntos era antítesis genial y adorable. Él tomaba la leche en un vaso alto en el que mojaba las vainillas mientras teníamos charlas inolvidables”.
Fue entonces que en 2004, al tanto ya de la separación formal de la actriz y Adrián Suar (55), el músico la llamó. “Me dijo: ‘Gallega (así la apodaban), quiero casarme con vos. Tomás tiene que tener un hombre en su vida, un papá. Y quiero ser yo´. Le respondí: ´Pero Pappo, Tomás ya tiene un papá…´. Y él insistió: ´Bueno, pero quiero casarme con vos´. Así era él”, relata González. “Entre otras cosas me contó que me había compuesto un tema y nunca llegué a saber cuál era. Murió un año después. Toto siempre recuerda cuánto lloré al enterarme, porque realmente fue una persona hermosa en mi vida”.
Si a los 40 dice haber descubierto “el otro amor”, se debió a casi una década de terapia haciéndolo centro de tantas sesiones que llegaron a ser hasta tres por semana. “Porque los peores golpes, los más dolorosos, muchas veces son esos que no dejan marcas visibles. El medio no se da cuenta. La gente no se da cuenta. Tu familia no se da cuenta. Nadie sabe lo que se transita hasta que es posible trabajar y comunicar lo que sentís, lo que realmente te pasa. Eso te hace más fuerte. Hace posible reposicionar el foco. Sí, otra vez cambiar el foco para no leerse víctima y tener el valor de enfrentarlo”, explica viajando en emociones hacia 2004, cuando puso punto final a su matrimonio con Suar, tras 13 años con idas y vueltas.
“Fue una mañana mientras me duchaba. De repente hice un click, del mismo modo en que mi psicóloga me advirtió que pasaría. Lo supe en un instante: ´Hay algo que no va más´. Se cayó la venda. Abrí los ojos y dejé de idealizar”. El momento “cumbre” le valió el profesional. “Me emocioné muchísimo. Lloré, lloré, lloré mucho. Mi mente se desbloqueó y pude tomar otro camino. El camino de la libertad. El camino en el que volví a sentirme digna. El camino de la luz, el de la no toxicidad. El camino de la amorosidad conmigo misma, con los demás. Así fue que logré ver a Fabi”, concluye. “Yo podría abrir mi celular ahora mismo y hacerte escuchar cualquiera de sus audios. Todos son: ´Hola, bebé… ¿Cómo te sentís, amor? Ya estoy en casa, ¿dónde estás?´. ¡El buen trato! ¡La amabilidad! En fin, es que viene de una mamá hermosa que se encargó de que así fuese. No había día que yo no le agradeciera a Chiquita (Jacinta Panella de Mazzei, fallecida en 2020) por este hombre que sigue fiel a la esencia que me enamoró hace 16 años”.
Hoy, Araceli sobrevuela el diván. Porque, como expone, “todavía debo resolver ciertas emociones del nido vacío que dejó la partida de mamá, del tío Puchi y la independencia de mis hijos”. Pero comparte otro de los motivos más urgentes. “Vivo un presente desordenado. Siento que no tengo paz y creo que será así hasta al último día de mi vida”, sentencia con humor muy personal. “Hago demasiado a la vez. Me cuesta dormir. Salteo comidas. Y es por eso que trato de regresar a todas esas sogas que me hicieron bien: la meditación, el yoga, las caminatas y cenar con gente linda”.
Se refiere al liderazgo de G.aracosmetics by Araceli González, proyecto que craneó, financia y desarrolla junto a Mazzei en competencia directa con firmas de primerísima línea a lo largo del país, y por el que dice estar “jugándomela a los 56 con el nervio, el riesgo y la alegría de los 20, cuando todo comenzó”. Sus líneas de cosmética y skincare, que ya es comercializada en Dutyfree y en vías de exportación (“nuestro plan más inmediato”), se basa en su propia “selectividad”. Con esto quiere decir que “sólo creo aquello que siempre he querido tener en mi piel, casi es un juego personal”. Ara diseña productos sin parabenos, ni sulfatos, ni detergentes, ni petrolatos, hipoalergénicos, dermatológica y ocularmente testeados y aptos para veganos. Y ese “empezar de nuevo”, en este caso, lleva un matiz especial para ella: “Porque se trata de un importante stop en el camino que tanto me dio”. Araceli decidió tomar distancia de los medios y es entonces que iremos hacia el porqué.
Hace siete años que no está en televisión. “Algo que antes no me dejaba dormir. Porque a mí la no-respuesta me inquieta por demás. Al menos, hasta tener un mínimo indicio que me dé el puntapié al: ´Ah, okey. Era eso. Mejor que quedo acá y vivo bien´”, explica. Resultó, por lo menos, “difícil” –como cita– desarrollar su profesión en los últimos tiempos. Hizo su capital profesional y económico desde muy temprano, y sabe que “el camino se complicó” cuando trabajo y sentimientos comenzaron a mezclarse. Claro que puede haber propuestas “que no encantan demasiado” y hasta “el prejuicio de ser inalcanzable” en términos económicos. Pero dice haber entendido algo más allá de eso. “Subestiman…”, dispara. “Hay mucha gente que habla de más. Van por ahí generando versiones de algo que no sos. Y entonces se suelta un run-run malintencionado en un medio que es así de chiquito, en el que sólo tres o cuatro son quienes resuelven si trabajarás o no”, dice. “Sí, en algún momento me sentí cancelada. Pero decidí no hurgar demasiado. Dejé de investigar. Como cuando mis hijos me decían: ´No voy a contarte qué pasó en la escuela porque vas a ir a incendiarla´”, suelta con gracia.
Admite no haber sido feliz durante sus últimas experiencias laborales en la pantalla chica que, sin dudas, dejaron “un sabor amargo y pocas ganas”, como define. “Fue muy feo, pero no quiero ahondar demasiado porque debería dar nombres concretos. Y soy tan cuidadosa que sé que no valdría la pena”, cuenta. “Digamos que fue muy duro trabajar en un contexto de destratos, de mentiras intolerables, en el cual tus propios compañeros generan situaciones desagradables, muy por detrás. Algo que no volveré a permitir jamás”, asegura.
Recordemos que González protagonizó Guapas (Polka para El Trece, 2014) y Los ricos no piden permiso (Polka para El Trece, 2016). “No lo pasé bien. No lo disfruté. Intentaba meterme por completo en mi personaje, como encapsulándome como auto-defensa. Pero quienes aguantaban la bomba cada noche, al llegar a mi casa, a mi nido, mi trinchera, eran Toto y Fabi. Me esperaban pensando: ´¿Qué habrá pasado hoy?´. Y no. No es agradable que hablen boludeces. Este medio es demasiado pequeño y nos conocemos bien”, sostiene. “Nadie debería tener el derecho de quitarte tu trabajo. ¡Nadie! Porque, en definitiva, se trata de tu dignidad”.
La disciplina personal con la que se formó y el aval de un exitoso trayecto de más de cuatro décadas la pusieron en una disyuntiva. “Tenía una voz en mis oídos que repetía: ´No abandones tu espacio. No dejes el lugar que te ganaste. Es tu territorio, nadie podrá quitártelo. No desistas. Seguí, seguí…´. Yo estaba acostumbrada a llegar a un set y tomar mate con todos mientras charlábamos de la vida. Y esa realidad me devastaba. No era yo. No era feliz”, relata. “Como buena activista de mi propia vida, nunca me uní a franjas ni comunidades con las que no comparta valores ni preceptos. No hago lobby ni tribus. No tengo amistades estratégicas en los medios. Ni corro el día entero detrás del productor. Porque sabemos bien que en este medio hay amistades y alianzas de mucho peso. Entonces, te juzgan. Por ahí te lapidan por no compartir el almuerzo con todos, sin saber que, tal vez, necesito la soledad de un camarín para digerir el duro tránsito de la enfermedad de mamá”, señala. “O quizás te tildan de difícil, de antipática si te vas con prisa al terminar de grabar. Y no se trata de eso, sino de que crecí sin demasiado tiempo, con la responsabilidad de trabajar y volver urgente para darle de mamar a mi hija, a atender a mamá, de atajar miles de problemas que necesitan solución”, explica. “La vida, el tiempo, mi historia, me enseñó a dejar lo mejor de mí en un set sabiendo que la tele es mi trabajo y la vida es eso que espera en casa”.
Guiada por su terapeuta, Araceli dice haber “entendido” el panorama. “Soy una agradecida de todos mis trayectos. Tanto, que Flor siempre se acuerda que al ir en auto por la 25 de Mayo, le hacía saludar a Canal 13 porque nos daba de comer”, dice. “Pero también respeto mis estados y es por eso que decidí alejarme. Refocalicé la situación una vez más. Me miré, con todos mis valores, mis logros y mis fracasos. A fin de cuentas, ese tránsito me hizo ésta que soy: una mujer con ovarios de este tamaño, sensibilidad extrema, valentía y responsabilidad. Así, parada firme sobre mis riñones, volví al ejercicio de toda mi vida: la reconstrucción del presente que quiero”, afirma.
Entonces desplegó un camino que, como aclara, no fue consecuencia directa de aquellas “malas experiencias”, pero sí un “gran disparador que despertó las ganas de pelear el día a día, tan propia de mi ADN, porque así soy: ´A ver, hay que pagar esto, recaudar para lo otro. ¡Vamos, activemos!’”, describe. “Buscadora constante de todo eso que me haga evolucionar”, González asegura haber “impulsado mi lugarcito”. Encontró en las redes un canal de expresión y de empatía, y entre sus pasiones, un sendero empresarial prometedor.
Aquí cuela otra de sus sentencias. “Mientras hacía La banda del Golden Rocket, y te hablo del pico del suceso, cuando éramos los jóvenes del momento, vi a muchas actrices de la edad que tengo hoy, caminando los pasillos del canal pidiendo algún papel, añorando trabajar”, cuenta. “Y como siempre he sido observadora de las mujeres, empezando por mamá, el andar pausado y la desilusión que sentían ellas, me angustió tanto que decreté mi futuro. Me prometí que eso jamás me pasaría. Así nacieron mis otras inquietudes como la generación de mis líneas de anteojos y hoy de cosmética. Tal vez el plan B que a futuro pudiera ser el gran plan A”, sostiene. “Así, abocada a la creación, estoy desde hace casi dos años. Nada es mejor que amanecer pensando en el diseño de un nuevo producto, sabiendo que me esperan en los mejores laboratorios, que habrá clientes en mi showroom, seguidores a quienes enseñar a usar mis propios cosméticos en los vivos de mis redes y decenas de vendedoras (de todo el país) que capacitar”, relata. “La gente me pregunta: ´¿Cuándo volvés a las novelas?´. Y les respondo: ´Pronto o tal vez nunca´. Hoy estoy encendida por este proyecto hermoso. Cimentando mi mundo, el que yo misma manejo. No me jubilé, ni lo haré jamás. Me ilusiona saber que habrá un proyecto teatral o televisivo para mí. Claro que sí. Mientras tanto elijo mejor. Estoy más exquisita. Y soy muy feliz”.
Instaló el SIBO (síndrome de proliferación patológica de bacterias en el intestino delgado) en la agenda mediática al anunciar su diagnóstico. Nada que no pueda pechear después de haberlo hecho con la mismísima muerte en 2019, cuando otras dos bacterias atacaron su sangre. Hecho que, sin dudas, posiciona como un antes y después en su línea de tiempo: “Uno de tantos que habrá más adelante, porque ese es, para mí, un proceso interminable. Ya vendrán otros partidos, más tableros que patear”. En conclusión, sirvió, entre otras cosas, para “regresar a mi base, a darle calidad al tiempo, a recuperar el placer por la cocina y a decidir qué batallas librar”, enumera. Pero, principalmente, para “depurar”. En especial “depurar gente”. Sí, “mucha personas desaparecieron de mi vida. Aprendí que no siempre los amigos son para siempre, porque nadie es igual siempre. No muchos estamos aptos para ir a la par en todos los tramos del camino. Y así como solemos hacer limpieza en casa, lo mismo sucede con los entornos. Yo volví a elegir a quiénes siento en mi mesa”.
Está convencida. “Algo bueno está llegando, escucho ese latido. Presiento un gran cambio en mi vida y por eso me preparo con terapia, y hasta con yoga, para recibirlo”, dice, entusiasta. “Haber decidido alejarme por un tiempo de la televisión, haberme corrido de una propuesta teatral para la próxima temporada, e impulsar de lleno mi propia marca en un rubro diverso y que simboliza una revancha en mi historia… ¡Todo eso ya es parte de ese cambio! De aquí en más, yo quiero una vida segura. En la que no deba explicaciones. En la que nadie digite hasta dónde puedo hacer ni manosee lo que hago. En la que ninguno vuelva a llevarse puesta mi honra. Soy Géminis, busco la libertad. Soy Cáncer, me apasiona la familia. Y mi luna está en Escorpio. ¡Mirá qué combito que empieza a regir!”, bromea.
“Entonces volví a la base del ´Yo soy´: me eligen porque les gusto, trabajo porque quiero y gano para mí. En este rulo del trayecto, celebrando como nunca la experiencia de los 56, vuelvo a ser esa de 20, con la dignidad muy en alto”.

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