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A 45 años del secuestro del hombre que graficó el infierno

El mediodía gris del 10 de agosto de 1979, la esposa del carnicero del barrió observó a través de la ventanilla de un automóvil, casi sin reconocer al dueño de esa máscara estropeada, el rostro de un condenado al infierno.
Vio –no sin sorpresa- la cara golpeada de aquel hombre y el anuncio, en tono bordó violáceo, de los inmediatos hematomas. Algunos hilos rojos bajaban de su frente y salían de la oreja izquierda del vecino de la José C. Paz. Ese el rostro de un hombre que acababa de ser secuestrado por fuerzas paramilitares en su propio domicilio. Lo vio o lo entrevió. El automóvil –tal vez un Falcón– pasó raudo e indiferente junto a ella. Dos hombres iban en la parte delantera. Detrás, iba, ya sin ninguna fe, Víctor Basterra, un obrero gráfico, militante del Peronismo de Base. Su destino: la Escuela de Suboficiales de Mecánica de la Armada (ESMA).
Basterra sintió en carne viva la cara del demonio y todas –las más eficaces y terribles– estrategias del diablo encarnado. Presintió desde su oscura capucha inicial el patetismo de la condición humana, su lado cruel, la malicia y el goce en la punta de la “máquina” eléctrica clavada en sus testículos y tetillas. Supo del frío feroz, de que la oscuridad puede convertirse en una costumbre debajo de la una tela negra. Supo del hambre y de la sed en su extremo, supo del sufrimiento ajeno y lo sintió propio.
Una noche, incluso, vio de cerca a su esposa frente a él, que también había sido torturada y vio a su pequeña hija de dos meses en el cubículo estrecho. Un secuestrador las trajo hasta allí para hacerle saber que la vida de ellas estaba en sus manos, que solo la llave de la delación podría –acaso– salvarles el pellejo.
Un retrato de Víctor Basterra
Entre otras actividades, Basterra, había trabajado en la revista “La Campana de Palo”, que artistas y periodistas reeditaban por los 70 en La Plata. Era conocido en la ciudad. Tanto, que luego de su liberación vino a vivir aquí con su mujer y su hija, que se habían resguardado tras el secuestro. Luego viajarían a Neuquén.
Una tarde de otoño, fresca, esa tarde recordada en la que Gimnasia venció en la Bombonera por 6 a 0 a Boca, el 5 de mayo de 1996, Víctor Basterra era uno más entre quienes habían asistido a un asado de amigos en la localidad platense de Villa Elisa.
Sentado sobre unos de los pilotes de la casa –esa zona se inundaba, acaso todavía se inunde–, alrededor de la voz de una radio apenas audible que daba detalles de la previa del partido, Basterra parecía un parroquiano más. Un hombre bajo, de vestir casual, con la mirada fija en un suelo infinito; ya blanca su cabeza, el secuestrado era un cualquiera. Miraba casi al piso con una fijeza helada. Parecía buscar una respuesta en la microscopía del pasto seco. Parecía que se iba a ir de jeta a la tierra. Cada tanto le mostraba un hueso pelado a un perro flaco que, sin enjundia, simulaba morder su puño. Sonreía a la rueda de amigos cuando un chiste casual interrumpía el ambiente. Solo eso interrumpía su extraña introspección.
Víctor Basterra y una muestra con las fotos de los desaparecidos que pudo extraer de la ESMA
En Villa Elisa, durante el otoño, la velocidad del viento se comprueba en el vuelo de las hojas secas; la corriente las empuja y las revolea a su antojo. Todo resulta marrón: los árboles, el pasto, las hojas, los hombres. Basterra estaba, en cambio, un poco gris. Un gris triste, melancólico. Cuando se despidió, lo hizo con un ademán ajeno, sin saludar a nadie en particular más que al dueño de casa y su esposa. Se fue lento, tal vez a tomar el colectivo. El perro lo siguió hasta el portón y los del asado jamás conocieron la historia de Víctor.
Solo uno de ellos, cuando volvíamos desde allí en el auto, le contó a este cronista que Basterra había estado en la ESMA y que había salvado su vida “haciendo documentos falsos, obligado por los milicos” y agregó que durante su estada en el infierno, en salidas transitorias, logró “hacerse de fotos y documentos que resguardó en su casa y había presentado en el Juicio a las Juntas militares”.
Víctor Basterra vivió en Tolosa hasta sus últimos días
Esa documentación resultó clave para la identificación de muchos de los secuestrados y de los secuestradores, torturadores y asesinos que dejaron su marca sobre el cuerpo y alma de los alojados en las catacumbas de la ESMA.
La condición humana suele ser tan imprevisible que desde la tragedia más profunda puede emanar una forma de arte. Las palabras dicen menos que el dolor, pero son las únicas que pueden traducir, con límites, su sensación.
A la declaración de Basterra frente al tribunal del Juicio a las Juntas militares, el 22 de julio de 1985, asistió, entre otras 200 personas, Jorge Luis Borges, a sus 85 años, como cronista especial de la agencia de noticias internacional EFE.
El autor de “Ficciones” publicó: “De las muchas cosas que oí esa tarde y que espero olvidar, referiré la que más me marcó, para librarme de ella. Ocurrió un 24 de diciembre. Llevaron a todos los presos a una sala donde no habían estado nunca. No sin algún asombro vieron una larga mesa tendida. Vieron manteles, platos de porcelana, cubiertos y botellas de vino. Después llegaron los manjares (repito las palabras del huésped). Era la cena de Nochebuena. Habían sido torturados y no ignoraban que los torturarían al día siguiente. Apareció el Señor de ese Infierno y les deseó Feliz Navidad. No era una burla, no era una manifestación de cinismo, no era un remordimiento. Era, como ya dije, una suerte de inocencia del mal”.
El juicio a las Juntas de 1985 tuvo a Víctor Basterra como uno de los testigos fundamentales
Se trata por supuesto, del relato de un suplicio, de una descripción de la agonía de un Cristo urbano expresada en una audiencia.
Víctor Basterra abandonó la ESMA El 3 de diciembre de 1983, una semana antes de la formalización de la vuelta a la democracia. Fue devuelto a su casa, pero su martirio continuaría hasta agosto del 84, a través de seguimientos, visitas y amenazas de sus todavía captores, según su propio testimonio.
Falleció de cáncer el 7 de septiembre de 2020, en La Plata. Durante los 35 años que vivió después del infierno, jamás dejó de denunciar las llamas feroces que envolvieron parte de su vida y la de muchas y muchos más. Esto sucedió aquí en la tierra, por donde andamos todos los días.

Fuente: 0221

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