Conecta con nosotros

Hola! que estas buscando?

Noticias

Pepe Soriano y la entrevista que terminó con una periodista llorando

El actor no solo daba cátedra en el escenario, cuando se lo entrevistaba daba lecciones de vida. La inolvidable experiencia de una cronista de Teleshow cuando dialogó con él

El lujoso regalo que L-Gante le hizo a su hija Jamaica para su cumpleaños

14 Sep, 2023
Por Susana Ceballos
Hace tres años también era septiembre y, como ahora, transitaba esos días donde uno refunfuña contra todo y cree que el mejor pastito verde es el del vecino. Ahí andaba penando y protestando cuando mi editor me propuso entrevistar a Pepe Soriano. Respondí sí antes de que terminara de explicar el motivo de la nota. Con 91 años, el actor estaba a punto de estrenar Nocturna, un thriller psicológico con la dirección de Gonzalo Calzada. Pero, como me aclaró esa era la excusa, el motivo era contar su vida. “Una nota homenaje”, amplió.
Aceptada la tarea, me sumergí en el archivo. Leí, descubrí, pensé, disfruté me preparé. El lugar para la entrevista era en su casa de Colegiales. Ya el lugar de la cita me llamó la atención. No era un cool pero desangelado bar, ni un minúsculo camarín, ni la coqueta pero impersonal oficina de una productora. Nada de eso. Soriano abría su casa y ya se sabe que abrir la casa también es un poco abrir el corazón.
El día pautado llegué puntual y lo primero que me asombró fue ver al mismo Soriano abriendo la puerta. Apenas crucé el umbral, observé un mural con una foto de una mano extendiendo un trozo de pan. Ante la curiosidad de mi mirada, me explicó que así terminaba El loro calabrés. Lo que no me contó -pero que al final de la entrevista descubrí- es que esa imagen no era un recuerdo sino una presentación: Soriano se entregaba, Soriano se brindaba, Soriano era un hombre tan necesario como el pan.
Aquella tarde, ese actor que marcó mi adolescencia con su alemán de La Patagonia Rebelde, ese actor que fue maestro y modelo de todos los actores que quieren ser actores y no famosos, se prestó a una charla tan profunda como placentera, tan sabia como para mí inolvidable.
Me contó de sus comienzos, de su infancia subido a los tranvías que lo llevaban al Centro para ver teatro. Recordó con humor su primera obra donde le vaticinaron que podría hacer de bueno, malo, personaje secundario o principal pero jamás de galán. Habló con admiración pero sin envidia de la pinta y el talento de Alfredo Alcón y Rodolfo Bebán. Habló de sus proyectos, de sus películas. Habló de cómo hacía para mantenerse vital, habló del teatro, habló maravillas de Pablo Echarri y Leonardo Sbaraglia, habló con pasión de sus pasiones…
Y entonces le pregunté por ese tiempo oscuro de la dictadura cuando lo prohibieron. Me contó que para sobrevivir se presentaba en pueblos pequeños “que no tuvieran más de mil habitantes y donde no me pudieran encontrar: trabajaba, llenaba y rajaba”. Me contó que actuó en bares, en estaciones de servicio, en andenes de ferrocarril, en patios de escuelas y comedores comunitarios. Me contó que lejos de sentirse héroe se sabía humano. Me contó que sentía mucho miedo porque tenía dos hijos, que volvía furtivo a Buenos Aires, les daba la plata y se iba. Me contó que lo detuvieron tres veces, que se murió de miedo pero siguió. Lo que no me contó pero comprendí fue que no le quedaba otra, porque él sabía que iba a ganar pero tampoco quería perder.
Si en plena dictadura eligió quedarse, en democracia decidió irse. Le fue bien, lo aplaudieron, tuvo trabajo, reconocimiento, éxito. Pero le faltaba eso que algunos llaman Patria y él llamaba hogar: “no hay que irse. Vayas donde vayas, salvo que seas gerente de una multinacional, sos el extranjero y vas a pagar el precio”.
Mientas Soriano narraba su vida, esta periodista dejó de ser periodista. Me convertí en alumna ante un maestro de vida. No podía parar de preguntar pero sobre todo no podía parar de escuchar. Sentada en un sillón, reprimí mi deseo de sentarme a sus pies, como dicen que se ubicaban los discípulos cuando les hablaba Jesús. Me ofreció café, gaseosa, lo que quisiera tomar, yo no sentía sed de agua sino de palabra.
En un momento llegó el kinesiólogo, ya habían pasado más de hora y media de charla. Soriano miró a esta señora grande haciendo puchero de niña porque se acababa la charla y ofreció seguir. El kinesiólogo se fue, la periodista se quedó. Se asomó Diana, su maravillosa compañera, sonrió, comprendió.
La tarde acabó, la noche llegó. La oscuridad rondaba pero todo se sentía luminoso. No me quería ir, me debía ir. Rogaba alargar el día solo para alargar la charla. Le propuse un juego. Soriano llegaba al Cielo y para poder entrar san Pedro le imponía una condición: elegir uno de todos los personajes que interpretó para así convencerlo de dejarlo pasar. ¿Elegiría al alemán Schultz, el de La Patagonia Rebelde que prefirió morir fusilado por sus ideas que huir traicionándolas? ¿Sería La Nona, esa anciana que encarnaba la maldad, el Loro Calabrés que lo ayudó a sobrevivir o preferirá a Tevye, el violinista en el tejado?
Soriano tardó menos de un parpadeo en responder. “Entro como Lisandro de la Torre porque defendió a nuestro país de los que lo traicionaban y todavía lo traicionan”. Y como si estuviera ante el mismísimo Dios o el mismísimo público -que quizá para él era lo mismo-,recitó: “Es cierto todo lo que se ha dicho, estoy solo, estoy viejo estoy cansado. Son ciegos los quienes no quieren ver, pero yo confío y esta es mi última confianza en que el pueblo argentino tarde o temprano sabrá reconquistar y defender su libertad”.
No pude aplaudir, pero sentí que ese momento valía cientos de malos momentos. Me acompañó a la puerta, lo abracé, me despedí. Ya era de noche. No encontraba taxis ni colectivos. No me importó comencé a caminar y a llorar, y a llorar. Lloraba por ese actor obligado a andar de pueblo en pueblo y que aún aterrorizado no se dejó aterrorizar. Lloraba por ese argentino exiliado que prefirió regresar y pelearla. Lloraba por ese hombre apasionado que aún se indignaba por la injusticia, la traición y los traicioneros. Lloraba y no podía ni quería parar de llorar. No lloraba por Pepe Soriano sino por no ser más Pepe Soriano, preocupada por las piedras con las que se tropiezan más que por el pan que se comparte.
No volví a cruzarme con Soriano. Cada vez que volvía ver la foto que tomé de ese día -mala y fuero de foco- mi sonrisa volvía. Hoy Pepe Soriano se despidió y al saber esa noticia sentí esa inmensa felicidad que nos salva cuando conocemos a una maestro, junto a esa tristeza que nos mata cuando comprendemos que ya no está.

Haga clic para comentar

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Te puede interesar