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El ingreso al Colegio Nacional Rafael Hernández cambió la vida de René Favaloro de un modo definitivo. El prestigioso establecimiento dependiente de la Universidad Nacional de La Plata le abrió las puertas de un mundo nuevo y apasionante en el que confluían el conocimiento, los valores del humanismo y las expresiones más elevadas del arte. Lo guiaba el objetivo del progreso a partir del esfuerzo, aunque también le sirvió como una plataforma desde la cual era posible asomarse al mundo complejo de la política.
La institución había sido concebida bajo el lema “ciencia y patria” por el entonces ministro de Justicia e Instrucción Pública, Joaquín Víctor González, para brindar una enseñanza preuniversitaria de excelencia a jóvenes a los que se anhelaba convertir en la futura clase dirigente de la provincia, e incluso del país. González defendía la idea de establecer un ciclo completo que integrara la escuela primaria y el bachillerato con la formación profesional, al que pretendía dotar de un sesgo “moderno y experimental” que diera lugar a la aplicación práctica de los saberes aprendidos en beneficio de la comunidad.
El roce con profesores y pares de condición socioeconómica diferente de la suya le permitió a René ampliar su perspectiva, así como reflexionar con diferentes herramientas sobre lo colectivo y el origen de los desequilibrios entre los hombres. En aquel primer paso, que luego complementó con los estudios de Medicina, se abrió ante sus ojos la ciudad en sus diversas dimensiones, como capital obrera, intelectual y administrativa de la provincia, pero también por haber prohijado a lo largo de su historia a figuras centrales de la vida nacional. Una ciudad siempre atravesada por tensiones, debates y tragedias que impactaron en su peculiar sensibilidad y despertaron en él la conciencia social y el compromiso con su época.
Ubicado en un amplio predio sobre la avenida 1, entre las calles 48 y 50, de frente a la ciudad y de espaldas al Bosque, el imponente edificio lo cobijaría durante seis años de su vida desde que empezó las clases, en marzo de 1936. Desde entonces, cada mañana tomaba el tranvía de la línea 15 que lo dejaba a metros del acceso principal del colegio. Las primeras semanas las pasó recorriendo admirado cada rincón de las tres plantas construidas en un estilo neoclásico con detalles decorativos academicistas e italianizantes, que lo impresionaban por el contraste con las modestas instalaciones de su escuela de procedencia. El colegio cobraba diversos aranceles como los derechos de matrícula y de uso de laboratorio, y también exigía el pago de una tasa para habilitar la instancia de examen. En el legajo de alumno de René (el número 92) consta el pedido de su padre para conseguir una beca que permitiera a la familia afrontar los gastos de la enseñanza.
El padre de Favaloro presentó una nota a la UNLP para pedir ayuda “ya que –expresó en ese entonces– me hallo sin trabajo y quién sabe si puedo hacer seguir estudiando a mi hijo”
El 20 de abril, Juan Bautista presentó una nota manuscrita dirigida a la presidencia de la UNLP, por entonces a cargo del ingeniero Julio Castiñeiras, en la que solicitó la ayuda “ya que –expresó– me hallo sin trabajo y quién sabe si puedo hacer seguir estudiando a mi hijo”. Según indicó, tenía por entonces un ingreso mensual de 150 pesos, de los cuales destinaba 60 al pago en cuotas de su vivienda; de modo que, si por derecho de matrícula y laboratorio debía pagar 15 pesos, la ecuación no le cerraba. Aquella solicitud se completó con un formulario en el que el alumno declaraba bajo palabra de honor no poseer bienes y depender del sostén de su familia.
Cuando René empezó el bachillerato, el rector era el psicólogo y doctor en Pedagogía Alfredo Domingo Calcagno, quien al promediar ese año dejó el cargo tras ser nombrado decano de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Lo reemplazó durante algunos meses el abogado e historiador Luis Sommariva, hasta que en 1938 la conducción de la institución quedó en manos del veterinario Carlos Teobaldo.
El establecimiento era exclusivamente para varones, y contaba con un plan de estudios de avanzada aprobado en 1934, del cual se proclamaba que apuntaba a una educación humanística cuyos valores fundantes eran la libertad, la justicia y la ética. Favaloro compendió del siguiente modo la idea primordial de aquel programa: se trataba de “formar hombres integrales, con principios sólidos de profunda base humanística que, por encima de los conocimientos del arte y de la ciencia, entendiéramos de una vez y para siempre que vivir en libertad y respetar la justicia eran esenciales en nuestra vida; que la ética y la moral nos exigían luchar siempre por la dignidad del hombre; que el respeto y la búsqueda de la verdad nos alejaban de los dogmas; que cada persona tienederecho a su individualidad pero está obligada y comprometida a participar y tratar de mejorar la sociedad de su tiempo; que las grandes satisfacciones provienen de los logros del espíritu obtenidos a través del libre albedrío; que para alcanzar estos ideales es necesario trabajar con pasión, esfuerzo y sacrificio”.
El núcleo de asignaturas dictadas consistía en un pantallazo general sobre prácticamente todas las disciplinas humanas, desde las más clásicas como Historia, Castellano, Geografía o Matemática hasta Economía Política y Cosmografía. Sin descuidar la formación humanística, René dedicó particular atención a las ciencias biológicas, que le despertaban el mayor interés.
Uno de los pilares de la currícula buscaba que los alumnos asimilaran el pensamiento científico a partir de un abanico de materias como Física, Química, Botánica, Zoología, Mineralogía, Higiene y Anatomía. En aulas equipadas como laboratorios, los estudiantes podían experimentar con pipetas, tubos de ensayo, matraces y mecheros de Bunsen. Del vasto instrumental disponible, el microscopio fue el que más fascinó a René por sus posibilidades.
El plantel docente era de muy alto nivel. Sobresalían especialmente el escritor dominicano Pedro Henríquez Ureña, el polifacético poeta, escritor y ensayista santafesino Ezequiel Martínez Estrada, el poeta Rafael Alberto Arrieta, el constitucionalista Carlos Sánchez Viamonte y el crítico de arte Jorge Aníbal Romero Brest. No les iban a la zaga el profesor Narciso Binayán Pérez, fundador y presidente de la Sociedad de Historia Argentina; el poeta cordobés Arturo Capdevila, el historiador Alberto Palcos, el arqueólogo Fernando Márquez Miranda o el egiptólogo Abraham Rosenvasser.
La enseñanza promovía el encuentro directo de los jóvenes con las grandes obras e ideas de autores de diferentes épocas. “Aprendimos a enamorarnos de los libros”, diría René más tarde. Las horas de cátedra no alcanzaban para estar al día y había que seguir en la casa o en la biblioteca. Leyeron textos de Homero, Platón, Molière, Shakespeare, Milton, Flaubert y Dickens, además de incursionar en la obra de autores locales como Sarmiento, Lugones, Echeverría, Cané y Florencio Sánchez, así como los escritos de sus propios profesores Martínez Estrada, Arrieta y Henríquez Ureña.
Cuando les tocó abordar El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, René fue elegido por el profesor Augusto Cortina Aravena para leer en voz alta ante sus compañeros: eran lecturas de fragmentos seleccionados que demandaban entre quince y veinte minutos. Entre asombro, risas y reflexiones, incorporaron las enseñanzas de ese texto universal sobre el sentido de la vida, la libertad, la virtud, la belleza, el coraje y la humildad. Favaloro contó alguna vez que, si bien no llegó a tenerlo al frente de su clase, asistió a charlas que daba en el colegio para grupos de graduados el riojano Arturo Marasso Rocca, un erudito en clásicos castellanos. Sobre todo en los años superiores, las clases se tornaban participativas y se generaban debates promovidos por los docentes que excedían los tópicos de la asignatura en cuestión. Esto ocurría con mucha frecuencia en las clases de Filosofía, en las que conocieron las ideas de Aristóteles, Platón, Spinoza, Kant, Nietzsche y Spencer. También era habitual que los profesores y algunos alumnos interesados organizaran reuniones fuera de la escuela para seguir ampliando conocimientos. Uno de los que más incentivaba este tipo de prácticas era José Rodríguez Cometta, filósofo especialista en metafísica vinculado al célebre psiquiatra y filósofo Alejandro Korn. Sánchez Viamonte tenía a su cargo el dictado de Instrucción Cívica. Había escrito un tratado sobre el hábeas corpus y, entre muchas otras obras, un Manual de Derecho Constitucional muy consultado. “Carloncho”, como lo llamaban cariñosamente, era un dirigente destacado del Partido Socialista, por el que llegó incluso a ser diputado nacional, y solía orientar sus clases hacia ejemplos de la coyuntura social y política. Cada vez que intentaba ilustrar a sus alumnos sobre diversos aspectos de la Constitución terminaba arengando contra el denominado “fraude patriótico” instaurado por los conservadores desde principios de la década de los 30, que coartaba la posibilidad de ampliar la base de votantes como se suponía que debía hacerlo el régimen de sufragio obligatorio, secreto y universal.
En general, cuando los profesores alentaban las intervenciones de los alumnos, aceptaban el disenso, aunque exigían la exposición de los fundamentos de cada opinión. Cierta vez, durante una clase de Historia del Arte, René discrepó con Romero Brest en que, para él, las obras no figurativas eran inentendibles, y dudaba incluso de que tuvieran valor artístico. Aquel maestro promotor de las vanguardias le dio una larga respuesta que podría resumirse así: “El arte, si conmueve, no requiere ninguna explicación”. El alumno no quedó conforme pero la vida lo llevó a entender aquella lección ante el poder hipnótico de una enorme pintura abstracta expuesta en el pasillo del Edificio de Educación de la Cleveland Clinic, en Estados Unidos, adonde partiría años después para especializarse en cirugía torácica. “Cada vez que pasaba delante de aquel cuadro, disminuía la marcha o la detenía por unos momentos. Algo había en esas líneas circulares de variado tamaño y tonalidades de acuerdo con la predominancia del rojo o del negro. Algo había eternamente diferente para que mi alma gozara por unos instantes. Sin duda Romero Brest tenía razón: el arte verdadero tiene diversas maneras de manifestarse”, escribió. También fue relevante la impronta que dejaron en él docentes como Carlos Colombo, de Botánica, que en sus recorridas por el Bosque ilustraba a los alumnos sobre la variedad y propiedades de las especies allí implantadas con una visión precursora sobre el valor del cuidado del ambiente; o el de Educación Estética, Tobías Bonesatti, quien llevó a René y a muchos de sus compañeros a escuchar por primera vez piezas de música clásica a través de un fonógrafo, ayudándolos a refinar el oído para poder identificar los distintos instrumentos de una orquesta.
La enseñanza promovía el encuentro directo de los jóvenes con las grandes obras e ideas de autores de diferentes épocas. “Aprendimos a enamorarnos de los libros”, diría René.
Pero, sin lugar a dudas, el profesor que se convirtió en un referente ineludible para Favaloro fue Martínez Estrada, que estaba a cargo de la cátedra de Literatura Universal. Era un docente que incentivaba a sus alumnos en la lectura de clásicos como Baudelaire, Poe, Whitman o Mallarmé, haciéndolos disfrutar tanto como él mismo de las clases, que muchas veces se prolongaban más allá de la hora estipulada y continuaban en el patio o bajo el reparo de alguno de los eucaliptos del Bosque. Sin perderle el respeto y la admiración, todos lo llamaban Patroclo en alusión a uno de los héroes griegos de la Guerra de Troya, amigo y compañero de armas de Aquiles. René quedó deslumbrado con el mundo mágico de quimeras y la belleza fatal de Trapalanda, la tierra ilusoria y fallida descripta por el escritor en Radiografía de la pampa, libro que lo marcó para siempre. Ya de adulto, declaró que el Prometeo encadenado, poema que había descubierto gracias a aquel venerado profesor, era el texto más trascendente sobre la libertad del hombre que había leído en su vida, y consideró que esa tragedia de Esquilo debería ser de lectura obligatoria en las escuelas.
Las alternativas de la Segunda Guerra Mundial, que había estallado en 1939, cuando René cursaba cuarto año, se seguían con expectativa y preocupación en el Nacional, donde, a medida que se desarrollaban los acontecimientos, crecía la alarma por el avance de las fuerzas nazi fascistas. El conflicto bélico se convirtió en un tema de discusión en casi todas las materias por fuera de lo que exigía la currícula, lo cual permitió a los jóvenes de esa época asomarse a una primera visión de la política mundial. Para estar al tanto de los acontecimientos, René solía ir con varios de sus compañeros a leer las últimas noticias de los diarios que se exhibían sobre unas pizarras en las vitrinas de las redacciones, a pocas cuadras del colegio.
A fines de noviembre de 1941 René, alumno de sexto año cuarta división, superó con un 7 el examen de la materia Nociones de Economía Política: su última prueba antes de recibirse
Como los alumnos de los años superiores podían aspirar al cargo de celador, René presentó una solicitud para ese puesto ni bien comenzó a cursar el cuarto año. Lo logró en quinto, cuando se integró a ese cuerpo encargado de mantener el orden en el establecimiento, y ocupó ese rol en forma interina desde mediados de 1940. Fue su primer trabajo remunerado y su contribución a la economía familiar. El 1° de abril de 1942, ya graduado, y a propuesta de la rectoría, el presidente de la UNLP –y prestigioso dirigente socialista– Alfredo Lorenzo Ramón Palacios firmó su nombramiento definitivo en el cargo, que mantuvo hasta el fin de ese ciclo lectivo, cuando ya cursaba el primer año de Medicina.
En la notificación oficial, remitida al “Señor bachiller”, el rector Teobaldo dijo sentir “verdadera satisfacción de poder premiar en esta forma su aplicación y comportamiento como estudiante”, y destacó que la medida debía servir como estímulo para que los estudiantes pudieran comprender que “estos cargos se ganan por el propio esfuerzo y son una ayuda a los alumnos distinguidos para la prosecución de sus estudios”. Durante los tres años que ofició como celador, Favaloro no sancionó a ningún alumno. Prefería arreglar las cosas conversando. Quienes estuvieron bajo su autoridad lo recuerdan afectuoso y sensible. En aquella función conoció a Rodolfo Héctor Fabris, con quien inició una fecunda amistad que cultivó de por vida, además de otros compañeros entrañables. Más allá de las responsabilidades formativas, a medida que crecía, el Pibe fue ganando en independencia y comenzó a mudar sus intereses. En ese tiempo amplió notablemente su vida social, sobre todo orientada hacia el nuevo círculo de relaciones vinculadas con sectores de las clases media y acomodada que integraban el estudiantado de la institución. También incursionó en el movimiento político estudiantil y, a medida que dejaba atrás el candor de la infancia, se internó en una adolescencia, que trajo consigo nuevas salidas y el despertar de nuevos impulsos vitales.
Así, a su pasión por ir a ver el “fulbo” (como siempre lo llamó, haciendo gala de un rasgo campechano y orillero que, lejos de avergonzarlo, lo enorgullecía) se sumaron sus primeras aventuras noctámbulas. Tendría diecisiete años cuando comenzó a asistir a bailes en clubes más allá de las fronteras de su propio barrio y también se convirtió en habitué de las tradicionales veladas juveniles del Club Universitario. En una ocasión, el intento por seducir a unas chicas junto a su compañero Emilio Artabe, en una fiesta en el barrio de La Loma, terminó en una huida a la carrera, perseguidos por un grupo de muchachos de la zona molestos por la osadía de los “forasteros”. René adoraba vagar por el Bosque y las plazas de la ciudad al anochecer. “Tuve tiempo de corretear y robar los primeros besos furtivos entre las sombras nocheras de los amores chiquilines y conocer después a esa mujer que el hombre encuentra en su juventud, con la que transita los caminos del amor total y siente hasta el tuétano, por primera vez, la marca del sexo”, escribió en su libro Recuerdos de un médico rural.
De acuerdo con las constancias disponibles en los archivos del establecimiento, a fines de noviembre de 1941 René, alumno de sexto año cuarta división, superó con un 7 el examen de la materia Nociones de Economía Política: su última prueba antes de recibirse de bachiller. Entre sus compañeros de aquel Sexto Año Cuarta División, con los que egresó, estaban: César Arriaga, Juan Arrue, Emilio Artabe, Jorge Bartolomé, Jorge Bonanni, Alberto Bracco, Miguel Campodónico, José Caprarella, Horacio Cleffi, Héctor Comoglio, Alberto Constante, Enrique Constantini, Juan José Cremaschi, Dardo De Vecchi, Felipe Del Corro, Ulises Di Carlo, Leonardo Dragunsky, Tomás Echeverría, Luis Alberto García, José Garganta, Justo González, José Luis Gualdoni, Hugo Hirschi, Víctor Manetti, Adalberto Muchenik, Evan Nave, Alfredo Oppio, Eduladio Páez, Eduardo Quintín, Carlos Rocca, Jorge Said, Antonio Saullo, Hugo Spezzi, Ángel Stefanoni, Samuel Taft, Joffrey Tornini y Clelio Zanetta López.
Promediando el bachillerato, René había empezado a involucrarse en el movimiento estudiantil. El ambiente político del país se había enturbiado y los jóvenes rechazaban con firmeza el modelo conservador sostenido con el fraude electoral. Él se encolumnó en las filas del movimiento reformista, que prevalecía entre los estudiantes en aquellos tiempos.
A finales de 1941, antes de la votación para elegir gobernador, participó de una movilización con decenas de compañeros. Los manifestantes marcharon por la calle 49 gritando consignas contra el candidato oficial Rodolfo Moreno. Al llegar a la avenida 7, efectivos de la policía montada les salieron al cruce sable en mano. En medio de un desbande generalizado, René intentó escapar, pero uno de los “cosacos” –como apodaban a los jinetes de uniforme– lo arrinconó contra la pared. Por fortuna, una señora que pasaba por el lugar logró interponerse y lo salvó de una segura golpiza y de unas cuantas horas de arresto. Aquel episodio operó como un disparador que lo impulsó a profundizar su participación política, según él mismo relató en Don Pedro y la educación, un texto dedicado al literato Henríquez Ureña en el que repasa su etapa formativa, destaca la importancia de la enseñanza, la internalización de valores, la cultura del esfuerzo y el compromiso como elementos fundantes de una sociedad con equidad.