Es la mañana del 16 de septiembre de 2016, Lucía Ríos Müller tiene pensado asistir por primera vez a una movilización política: la marcha por La Noche de los Lápices, en La Plata. El día anterior, el cuerpo de preceptores del Liceo Víctor Mercante, el colegio en el que Lucía cursa el bachillerato, habían organizado un acto conmemorativo para recordar a los chicos platenses secuestrados y desaparecidos por pelear por el boleto estudiantil. La historia la sensibilizó y la motivó a participar.
Lucía está en su casa, ubicada en la esquina de las calles 158 y 34, en Barrio Futuro, al oeste de la ciudad, donde hace unos pocos días volvió a vivir con su familia, luego de separarse de Gustavo Ramón Arzamendía Torales, un hombre de 27 años con el que convivió varios meses a pocas cuadras de allí, en 36 entre 157 y 158.
Son las 8 de la mañana y precisamente en ese lugar, se prende el motor de un Corsa gris patente EPI 022. En el barrio la gente sale de sus casas para ir al trabajo o llevar a los chicos a la escuela. El hombre que acaba de encender el auto es Gustavo Arzamendía. Ese día no piensa ir a la obra donde trabaja. Conduce con determinación por calles de tierra llenas de pozos. Va en busca de Lucía. Lleva consigo el revólver calibre .38 que ya usó para amenazarla de muerte en otras ocasiones. Estaciona el auto a la vuelta, sobre 35, y sigue a pie hasta la vivienda. Viste un buzo claro con una capucha que le cubre la cabeza y apenas deja ver sus cejas prominentes. Se arrima hasta el cerco y golpea las manos.
Lucía accede a conversar. Alambrado mediante, hablan cerca de media hora. Sus proyectos son irreconciliables. Ella quiere seguir estudiando y terminar la secundaria y, ante la insistencia de Arzamendía, rechaza, una vez más, la proposición para continuar la relación. La chica da por terminada la charla pero, cuando gira para volver a ingresar a la casa el hombre saca la pistola de entre sus ropas y aprieta el gatillo. El primer estruendo parte la mañana en dos.
Claudelina junto a su hija, Lucía Ríos Müller
La madre de Lucía, Claudelina Ríos Müller, sale eyectada hacia afuera de la vivienda. “No sé cómo hice. Es como que volé hasta ahí”, dirá después la mamá de la joven. El segundo impacto perfora la zona lumbar de la joven que se desploma. Antes de huir Arzamendía mira fijamente a Claudelina. Hasta hoy, la mujer no puede quitar de su memoria la expresión de esos ojos: “Me miró como si estuviera satisfecho”, recuerda.
Luego se arroja sobre su hija y escucha sus últimas palabras:
Mami, me dio; ya me dio Mami, me dio; ya me dio
Claudelina queda como aturdida. De pronto está rodeada de gente que aparece de todas partes. Alguien trae un colchoncito para recostar allí a su hija mientras aguardan la llegada de una ambulancia. Antes que un servicio médico, se hacen presentes algunos policías. Al principio, y pese a la insistencia de los vecinos, los oficiales se niegan a trasladar a la víctima pero finalmente, dado que la ambulancia nunca aparece, deciden subirla al patrullero y llevarla hasta el hospital de Melchor Romero. Es tarde. Una vez en el nosocomio, los intentos de reanimación resultan infructuosos y se determina su muerte a causa del impacto de bala recibido.
Lucía Guadalupe Ríos Müller nació en Bella Vista, en un paraje rural del departamento de Itapúa, situado al sudeste de la República del Paraguay, sobre el río Paraná. No conoció a su papá, quien de acuerdo al relato de Claudelina, cuando supo que ella estaba embarazada, intentó convencerla de que abortara. “Yo quise tener a mi bebé”, cuenta la mujer, sentada en la cocina de su casa, abrazada a una caja con recuerdos de Lucía que por esa historia lleva el apellido de su madre. En la caja hay muchas fotografías junto a las libretas de calificaciones de la escuela primaria a la que concurrió en Paraguay.
Claudelina tenía 16 años cuando tuvo a Lucía. Los primeros tiempos debió dejarla al cuidado de sus abuelos para retomar su trabajo como empleada para tareas domésticas con régimen cama adentro en la casa de una familia de Encarnación. Poco después decidió emigrar hacia Argentina en busca de mejores oportunidades. Su objetivo era conseguir un trabajo y asentarse en algún lugar, para luego volver buscar a su hija y llevarla consigo. “Pero no es como todos pensamos, que va a ser fácil, que va a ir todo bien”, reflexiona.
Cuando, finalmente, su mamá logró ir por ella Lucía ya había cumplido once años. Se mudaron a una casa humilde en el oeste platense y la chica comenzó a cursar el último año de la primaria. Las cosas no fueron nada fáciles.
“Escuché el disparo y salí. Me miró como si estuviera satisfecho”, recuerda la mamá de Lucía
Desde el equipo de orientación escolar en el marco de una intervención por situaciones de violencia padecidas por Lucía y su madre, se sugirió como una buena opción para ella que siguiera sus estudios en el colegio dependiente de la Universidad. De acuerdo a sus palabras, por las circunstancias que había tenido que vivir, “Lucía veía todo negro, para atrás era todo negro. Así que había que construir un para adelante”, sostiene el orientador social de la escuela Diego Ferrari.
“Lucía quería estudiar”, prosigue Ferrari, quien pese al tiempo transcurrido de esta intervención la sigue recordando con emoción. “Ella era muy inteligente. Entonces acordamos que lo mejor era que vaya a la mejor escuela”. Ferrari le habló a Lucía del Liceo, un colegio ubicado en el centro de la ciudad, dependiente de la Universidad Nacional de La Plata del que ni ella ni su familia habían oído hablar. Si lo que ella quería era estudiar, qué mejor lugar que una institución de excelencia académica que además prestara mucha atención al desenvolvimiento y las situaciones que atraviesan los alumnos para acompañar su trayecto de formación. Lucía se entusiasmó y su madre la acompañó para inscribirse en el sorteo de vacantes y “tuvo la suerte de salir sorteada”, rememora Claudelina.
La mañana del crimen, la preceptora de Lucía se enteró de lo ocurrido leyendo a la pasada el titular de una noticia que anunciaba un nuevo femicidio en la zona de Melchor Romero.
La adaptación al Liceo no fue sencilla. Un abismo separaba su realidad con la del mundo que le presentaba la escuela. En una oportunidad llegó a decir que, en ese ámbito ella era una “ultraterrestre”. De todas formas, como señala gráficamente la preceptora Agustina Pierres, de a poco el colegio “la fue permeando”. Pierres fue una de las personas que ayudó mucho en el apuntalamiento de su trayecto escolar y forjó con ella un vínculo estrecho y de confianza.
Cuando fue asesinada Lucía cursaba el tercer año. Las personas consultadas que estuvieron en contacto con ella en aquellos días destacan que para ese momento disfrutaba mucho de la escuela, estaba integrada y le iba bien en las materias. Para muchos, el hecho de que decidiera acudir a una marcha junto a otros compañeros quizá fuera muestra de ello. Sin embargo, aquel año, algo no andaba bien en su vida personal. Tras el receso invernal, había comenzado a faltar y a exhibir algunos signos que llamaron la atención.
En una actividad grupal coordinada por la psicóloga del equipo de orientación educativa del colegio, Laura Espinoza, la adolescente se había mostrado muy angustiada. La intervención estaba vinculada a trabajar con una idea muy extendida por parte del grupo de considerarse “el peor de la escuela, tendían a asumir esa idea”, explica Espinoza. El propósito no era concentrarse en las problemáticas de cada estudiante pero, al explorar sus emociones Lucía tuvo una reacción cargada de angustia lo que la obligó a salir del salón. Junto con la preceptora del curso, Amelia García, la psicóloga propuso establecer un diálogo más cercano con la joven para conocer sus inquietudes, aunque no se llegó a desentrañar la situación que estaba atravesando. “Eso se nos escapó”, reconoció una profesora de la escuela al sintetizar una sensación presente en varios actores institucionales una vez conocido el trágico desenlace.
Lucía fue asesinadael 16 de septiembre de 2016. Ese día pensaba asistir a la marcha de La Noche de los Lápices
La mañana del crimen, la preceptora de Lucía se enteró de lo ocurrido leyendo a la pasada el titular de una noticia que anunciaba un nuevo femicidio en la zona de Melchor Romero. Tuvo una instantánea reacción de indignación que la llevó a compartir la nota en su cuenta de Facebook sin haberla leído ni percatarse que la víctima del hecho era una de las estudiantes de su curso. Minutos después Espinoza la llamó para contarle.
En medio de la conmoción por la noticia que comenzaba rápidamente a desparramarse entre docentes, directivos, preceptores, la escuela tuvo que resolver una estrategia para trabajar con el curso de Lucía. Frente a semejante situación se multiplicaban los interrogantes: ¿Qué correspondía hacer? ¿Suspender las actividades? ¿Cómo comunicarles la noticia? ¿Cómo contener y procesar ese despliegue emocional cuando también los adultos acababan de enterarse del fallecimiento de la joven y estaban conmocionados?
Lo que había pasado con su compañera tenía que constituirse, desde entonces, en una “bandera de lucha” para el grupo pero también para la escuela
A medida que los compañeros de Lucía fueron llegando se los condujo hacia un salón donde se les explicó, como se pudo, lo que había sucedido. Para ese momento los detalles del femicidio, y aun de la relación de Lucía con su pareja, eran escasos. Poco a poco surgían algunos datos, con los que se intentó armar el rompecabezas. “Ese día fue todo llanto, pañuelitos, abrazos”, resumió una preceptora.
Además del acompañamiento mutuo y la necesaria contención emocional, esa jornada permitió comenzar a tramitar un sentido colectivo en torno a lo ocurrido. Tal como se desprende de los testimonios de quienes estuvieron allí, lo primero fue la caracterización inequívoca del hecho como un femicidio, es decir un asesinato producido por un hombre contra una mujer en un contexto de violencia machista.
También surgió entonces el compromiso de luchar para que el hecho no quede impune. Lo que había pasado con su compañera tenía que constituirse, desde entonces, en una “bandera de lucha” para el grupo pero también para la escuela. Esa consigna inicial más tarde se resignificaría a partir de un escrito de la preceptora Pierres, quien en un posteo en su muro de Facebook utilizó la frase “tu sonrisa como bandera”, que desde entonces se mantiene como lema en los recordatorios del hecho.
Las autoridades del colegio decidieron que el curso de Lucía dejara de asistir a clases los siguientes días con la intención de organizar la estrategia institucional para abordar pedagógicamente lo sucedido.
Las autoridades acordaron con los estudiantes que retornaran a clases el jueves siguiente. Según Abril, una de las compañeras de Lucía que en ese momento se convirtió en una suerte de vocera del grupo, la idea era que ese regreso coincidiera con la clase del profesor Augusto Pérez Guarneri, músico, docente e investigador especializado en culturas de matriz afro, con eje en el ritmo de tambores.
Las clases de Pérez Guarnieri tienen una dinámica singular. Están, según sus propias palabras, ritualizadas. Hay ciertas pautas que se repiten una y otra vez: formar una ronda, conectar las miradas, atender a la respiración y al estado en el que se encuentra cada uno. Se inicia el toque con una “llamada de apertura” del profesor, a la que luego se suma el resto y culmina con una “llamada de cierre”.
Aunque los ritmos van variando, el concepto guía es denominado “ubuntu”. Que quiere decir: “Soy, mientras nosotros seamos”, explica Augusto; y asegura que las músicas afro son poderosas. “El sonido es una fuerza, convoca memoria, abre puertas, conecta mundos”, recalca.
En clases previas Augusto había compartido con sus alumnos saberes acerca de los ritmos y la espiritualidad garífuna, una comunidad con raíces africanas asentada en la costa de Guatemala. Para dicha comunidad la muerte es un pasaje; no algo definitivo. “Lo que no quiere decir que no sea triste”, aclara el docente. Pérez Guarneri había compartido con los estudiantes una canción fúnebre que cantan las mujeres garífunas llevando la voz de mando en la ceremonia. Estos rituales sirven para conectarse con los ancestros, con los antepasados, con los que ya no están. Es una forma de lidiar con la muerte, sintetiza el profesor.
Cuando sucedió lo de Lucía, algo de esto resonó en sus compañeros, que decidieron volver a la escuela en su clase. Ese primer encuentro con posterioridad al femicidio tenía una carga emotiva especial. El grupo volvía a reunirse luego de la pérdida, irreparable, de una compañera. La ronda tenía una silla vacía.
El pedido de justicia por Lucía Ríos, el día de la sentencia
Frente a los alumnos Augusto Pérez Guarnieri volvió a explicar la tradición garífuna sobre la muerte y cantó una canción fúnebre. Cuando hicieron la llamada de cierre el profesor no logró hacer el golpe final; algo lo paralizaba, no pudo, no le salió. Entonces los tambores volvían a sonar. La secuencia se repitió varias veces hasta que el maestro pronunció el nombre de la compañera asesinada: “Lucía Ríos Müller”, dijo y los tambores retumbaron nuevamente. Entonces, en medio del silencio, el profesor soltó: “Luz río mujer”.
Así, la canción cobró sentido y quedó desde entonces como un himno que sus compañeros siguieron cantando en las marchas y actos conmemorativos.
En aquel momento fue fundamental tocar el tambor, asegura Abril, “Fue una forma de expresarse, de sacar la rabia” dice la joven, una de las más comprometidas con la búsqueda de justicia por el femicidio de su compañera.
Los chicos bautizaron al canto como “El río suena” y para ellos significa que Lucía seguirá presente.
Cuando unos años después del crimen, en diciembre de 2019, se llegó a la instancia de juicio oral, parecían sobrar elementos para probar la autoría del crimen.
Una manifestación para pedir justicia por Lucía en La Plata
El caso recayó en el Tribunal Oral en lo Criminal N° 1 del Departamento Judicial La Plata, integrado por los jueces Hernán Javier Decasteli, Cecilia Inés Sanucci y Ramiro Fernández Lorenzo.
Distintos vecinos habían visto conversando a Lucía con su victimario momentos antes del hecho. Uno de los testigos presenciales que al igual que Claudelina llegó a ver el segundo de los disparos ejecutados por Arzamendía, luego lo vieron darse a la fuga. Al momento de ser hallado, unos días después del homicidio, llevaba consigo un arma de fuego, compatible con la que se utilizó para matar a la joven. Otros testimonios dieron cuenta de las amenazas y escenas de violencia previas, y que el detonante en ese momento fue la decisión de la joven de dar por terminado el noviazgo.
Las abogadas Sara Cánepa y Sofía Caravelos, patrocinantes de la mamá de Lucía, exigieron la pena de prisión perpetua por homicidio triplemente agravado por ser cometido con arma de fuego; por el vínculo que unía a los implicados y por el encuadramiento como femicidio. El planteo fue acompañado también por la fiscal del juicio Leila Aguilar. Según Caravelos dadas las pruebas existentes, la sentencia “tenía que ser perpetua sí o sí” y lo que estaba en juego, fundamentalmente, era si se incluía o no la categoría de femicidio en la condena. Aunque la calificación no modificaba la pena requerida, para las letradas resultaba importante por el sentido social y simbólico.
Según lo establecido en el Código Penal el femicidio debe aplicarse en los casos de homicidios cometidos por un hombre “cuando mediare violencia de género”. Por ello durante el juicio, tanto la fiscalía como las defensoras de la mamá de Lucía, se ocuparon de resaltar la trama relacional en la que se produjo la muerte de la joven: la diferencia etaria -al momento del crimen ella tenía 16 años y él 27-; la desigualdad económica -el hombre era el único que tenía ingresos en la pareja y era el dueño de la vivienda en la que convivieron-; la desigualdad de género -había antecedentes de violencia física y psicológica-.
El 26 de diciembre de 2019, los jueces resolvieron por unanimidad condenar a Gustavo Arzamendía a prisión perpetua por homicidio triplemente agravado: por haberse cometido con arma de fuego, por vínculo y por femicidio.
Gustavo Arzamendía fue condenado a prisión perpetua
La lectura de la sentencia, acompañada por una nutrida movilización que aguardaba el veredicto en la puerta del palacio de tribunales, provocó momentos de euforia, llantos, abrazos adentro y afuera del edificio. De acuerdo con los testimonios de los involucrados, luego de las escenas de dolor revividas durante el juicio, el veredicto condenatorio resultó reparador. Aunque nadie puede devolver la vida a Lucía Claudelina considera que “fue bastante lo que se logró”.
La pertenencia de Lucía al Liceo fue fundamental para que su caso no quedara impune. La escuela convocó a las abogadas que patrocinaron a la mamá de Lucía, además de promover movilizaciones para exigir justicia y dar al caso la suficiente visibilidad mediática.
Una imagen de Lucía Ríos Müller preside el hall de entrada del edificio centenario donde funciona el Liceo Víctor Mercante. En el interior un banco rojo y un mural llevan su nombre; además un jacarandá con una placa de cerámica la recuerdan en medio del patio. La memoria de Lucía ondea en banderines, mariposas de cartulina y carteles elaborados cada 8 de marzo y cada 3 de junio. Algunos de los tambores que circulan por el colegio todavía conservan las cintas negras que les fueron adheridas después del hecho en señal de luto. Y aquella canción que crearon con el profesor de música, sigue sonando en cada homenaje.
Lucía Ríos Müller, Luz Río Mujer. Su nombre como puerta de entrada a la comprensión de una problemática estructural que desborda su caso puntual. Como señalaron sus compañeras en un video: “Lucía se convirtió para nosotras en la posibilidad de pensar y de entender la lucha feminista”.
Entre llantos, gritos y aplausos, el asesino de Lucía Ríos fue condenado a perpetua
La historia de Lucía como una fuerza para construir otro mundo pone al descubierto múltiples tramas de violencia y desigualdad que interpelan a todos. Agustina Pierres, encuentra una manera de hacerse este interrogante y en 2020, al llegar el cuarto aniversario de la muerte de Lucía, escribió en su muro de Facebook: “Había algo que nos guiaba, que nos marcaba el camino. Buscábamos, luchábamos por la justicia. ¿Ahora qué hacemos? ¿Ahora qué buscamos?”.
Y, pese a todo, la vida sigue. Tras la sentencia contra el asesino de su hija, Claudelina Ríos Müller decidió que era momento de llevar adelante un proyecto que alguna vez había pensado con Lucía: abrir un refugio para mujeres víctimas de violencia. Ellas habían tenido que pasar por un sitio de esas características y la experiencia fue tan desastrosa que se prometieron a sí mismas que algún día iban a crear un espacio con las atenciones y el cuidado que a ellas les faltó. Sin embargo no estaba en condiciones de cumplir los requisitos exigidos, por lo que decidió reconvertir el proyecto en un comedor comunitario y un centro de actividades al que bautizó “La luz de Lucía” donde, entre otras cosas, hoy se dictan talleres para niños y jóvenes del barrio.