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25 Jul, 2023
Por Martín Fernández Paz
Y al fin, suena la campana. Sumergido en los alaridos de un público rendido a la euforia y mientras el rival celebra una victoria que no le pertenece, nuestro héroe empieza a gritar el nombre de la mujer amada. “¡Adrian!”, exclama. Porque aun cuando ella le había advertido que esa noche lo esperaría en el camarín, que prefería no verlo, él sabía que estaría allí. “¡Adriaaaan!”, insiste, esforzándose por desatender a los periodistas que reclaman su palabra en el cuadrilátero.
Ella, que sintió en su propia humanidad los golpes recibidos por su novio, se abre camino como puede entre el júbilo de los espectadores. “Rocky…”, dice, o más bien le responde a la distancia, y en ese turbulento trayecto rumbo a su encuentro pierde la boina que la identifica. Él -a minutos de un célebre “córtame el párpado” acuñado en el imaginario popular: en rigor, nunca lo pronunció- exhibe su cara desfigurada por la ferocidad de los puños del oponente: apenas si puede ver. Da igual. La busca con el corazón.
Adrian consigue subir al ring. Quedan frente a frente. Rocky tiene entonces el gesto más romántico e ignorado -quizás por su simpleza- de toda la historia del cine: le pregunta por su gorra, por dónde está. Siendo el gran protagonista de la noche, se hace a un costado para preocuparse por lo único que le importa: ella. Y cada cosa que le suceda, por mínima que parezca, será trascendente.
Ahora la que levanta la voz es Adrián para decirle lo que nunca le había dicho: “¡Te amo!”. “Yo te amo…”, confía un Rocky ya sereno, sabiéndose seguro a su lado. Están los dos solos, entre la multitud. Y entonces, se abrazan.
Incluso antes de ser una película sobre el heroísmo de un boxeador, que terminaría dando inicio a una saga inolvidable del cine, Rocky I es un drama romántico. Para sostener esta idea alcanza con repasar aquella secuencia final, con una épica más sentimental que deportiva. Y para convertirse en un gran filme -no por casualidad ganaría tres Oscar, incluido el máximo galardón- era necesario, entre otras cosas, una heroína que estuviera a la altura. Y que además -y es que sí, los requisitos son muchos- tuviera una química irresistible con el protagonista, de esas que no pueden ser producto de alquimia alguna: como el amor, simplemente surge. O no.
Es aquí donde ingresa Talia Shire. Nuestra Adriana Pennino.
Nacida el 25 de abril de 1946 en Nueva York, Shire contaba con una carrera en ascenso en la pantalla grande cuando fue convocada por Sylvester Stallone, protagonista de Rocky pero además guionista original. Con 22 había logrado su primer papel importante con el filme The Wild Racers, pero el reconocimiento le llegaría de la mano de su hermano, nada menos que Francis Ford Coppola, quien la convocó para El Padrino (1972). Allí fue Connie Corleone, hija de Don Vito (Marlon Brando), personaje que repetiría en la secuela, dos años más tarde.
Para cuando se estrenó Rocky I (1976), la actriz tenía 30 años. Y ya había adoptado el apellido de su esposo (el compositor David Shire, co-creador de la canción ganadora del Oscar “It Goes Like It Goes”), para hacer a un lado el suyo -Coppola- y evitar así cualquier asociación con el prestigioso director. Su trayectoria sería suya, en su totalidad. Claro que antes debería pegar el precio.
Por aquella vendedora silenciosa de un pet shop en una zona marginal de Filadelfia, que se escondía detrás de sus anteojos, Talia sería nominada al Oscar como mejor actriz, lo que ya le había sucedido con El Padrino. De nuevo se quedaría con las manos vacías, al igual que el Globo de Oro en el mismo rubro. El Círculo de Críticos de Cine de Nueva York haría justicia, entregándole una distinción. Recién entonces, con Adrian, lograría desempolvar los prejuicios que pesaban sobre su capacidad artística, aquellos -justificados en la malicia- que sostenían que su presencia en el cine tenía como mérito exclusivo su parentesco con el aclamado director.
La saga de Balboa se reprodujo con notable suceso, ahora priorizando las vivencias inspiradoras del boxeador por encima de los ribetes románticos de la primera. Y aun cuando Talia repetiría su personaje una y otra vez, se iría retirando de la escena -en la ficción y en su carrera- casi de manera imperceptible: como sucedía con Adrian, quien opta por ubicarse en la sombra de los flashes que alumbraban a Rocky, Shire se sentía más cómoda en un segundo plano, a resguardo de la atención masiva. Y sobre todo, de las inquietudes de la prensa. Dio un paso al costado. O más bien, hacía atrás…. de la cámara.
Si bien nunca dejó de actuar, en 1986 se probó como productora en Hyper Sapien: Amigos de las estrellas, un filme de ciencia ficción para toda la familia con un simpático extraterrestre que es hospedado en una granja de Estados Unidos. En 1990 produjo uno de los filmes más taquilleros de Jean-Claude Van Damme: Lionheart (o Corazón de León). Ese mismo año se estrenó El Padrino III, contándola en su reparto, claro.
Una década antes se había divorciado de David Shire (con un hijo en común, el también actor Matthew Shire) para volver a casarse con el productor cinematográfico Jack Schwartzman. A su lado tuvo otros dos hijos, Jason y Robert Schwartzman. Pero el dolor la golpearía con fuerza en abril de 1994 por la repentina muerte de Jack, afectado con un cáncer de páncreas.
Parafraseando a Rocky, con aquello de que sin importar cuántas veces te golpea la vida ni qué tan fuerte lo hace, lo que vale es cómo lo soportas, Talia siguió adelante. Crio a sus hijos sola. Al año llegaría a las salas su primer filme como directora, el drama One Night Stand, con Wesley Snipes y Nastassja Kinski. Y continuaría actuando. Tiempo después se daría el gusto de compartir un filme (Extrañas coincidencias, 2004) con su hijo Jason Schwartzman. Y en el 2017 haría su última aparición como actriz con una participación en Grace and Frankie, la reconocida serie de Netflix con Jane Fonda y Lily Tomlin. El último 25 de abril Tali Shire cumplió 77 años.
Y pensar que no había sido la primera opción: en sus planes iniciales los productores repararon en Caroline Snodgress, nominada al Oscar en 1970 por su desempeño en Diary of a Mad Housewife. Pero Carolina rechazó el ofrecimiento de ser Adrian, en desacuerdo con la propuesta económica. Aventurar qué hubiera ocurrido con Rocky -con el filme, con la saga entera- si en lugar de Shire el papel hubiera sido para Snodgress, es historia contrafáctica. No tiene sentido.
Sin embargo, una persona lo tiene claro. “Ella (por Shire) fue muy importante: sin ella no hubiera sido un éxito”, reconoció años atrás un tal Stallone. “Históricamente las películas de boxeo han mostrado atrocidades, por eso muchas mujeres no querían verlas. Por eso pensé en ella: no quería contar una historia sobre boxeo. Esta es una historia de amor”.
Y Talia Shire la hizo posible.