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Hay gestos que dicen más que las palabras. El presidente Javier Milei eligió mostrar su costado más emocional del otro lado del océano, al pie del Muro de los Lamentos, con una kipá en la cabeza, los ojos cerrados y las manos apoyadas sobre las piedras milenarias. Una imagen potente, cargada de simbolismo y fe. El problema no es ese gesto, sino el contraste: esa devoción ceremonial hacia lo ajeno y ese desprecio sistemático por los símbolos propios.
Apenas unos días antes, durante el Tedeum del 25 de mayo, el Presidente apareció sin escarapela. No fue un olvido ni un detalle menor. Fue coherente con su rechazo a todo lo que huela a Estado, a Nación, a construcción colectiva. No se lo ve con la bandera, no se lo escucha hablar de los próceres (se equivocó el nombre de San Martín), ni a apelar a las raíces criollas. Su patriotismo está extraviado en algún libro de economía austríaca o en algún discurso libertario de TikTok.
Mientras en Argentina los jubilados vuelven a marchar, los científicos reclaman por sus becas, los médicos del Garrahan denuncian sueldos de indigencia y miles de trabajadores se movilizan para sobrevivir, Milei recorre Europa como un predicador. Visitó al Papa, se reunió con Giorgia Meloni, gritó “muerte al socialismo” en España y ahora se emocionó en Israel. En cada escala, una postal para las redes; en cada país, un premio o un título honorífico; en cada discurso, un desprecio a todo lo que no encaje con su visión mesiánica del mundo.
Su presencia en Jerusalén no fue casual. La elección del destino, la duración de la visita y el simbolismo desplegado revelan un alineamiento profundo. Pero también una contradicción: quien niega el rol del Estado en la vida nacional, se funde en un abrazo con aquellos que hacen del Estado, la religión y la memoria una trilogía inseparable ¿No es, acaso, eso mismo lo que en Argentina demoniza negando incluso su propia historia?
El presidente argentino puede, como cualquier ciudadano, tener creencias personales, vínculos afectivos o admiración por otras culturas. Pero cuando se elige liderar un país, los símbolos nacionales no son opcionales. No se trata de marketing, ni de protocolo: se trata de representar a millones. Y lo mínimo que se espera de quien quiere “salvar” a la Argentina, es que la respete. Al menos un poco más que al resto del mundo.
