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–¡Dale, Pibe, metele que llegamos tarde! –gritó el tío Leopoldo desde el zaguán.
Leopoldo era uno de los hermanos menores de Aída, la mamá de René, y trabajaba en la carpintería de los Favaloro. Había empezado como aprendiz en la adolescencia y, poco a poco, Juan Bautista le había ido enseñando los secretos de la actividad. La sobremesa se había disuelto intempestivamente cuando alguno de los presentes alertó sobre la hora. Faltaba poco para que comenzara a jugar la reserva de Gimnasia y Esgrima de La Plata y, por aquellos años, era una cita obligada para los simpatizantes de la escuadra albiazul llegar temprano al estadio del Bosque para ver a las promesas jóvenes del club antes de que saltaran al primer equipo.
En la casa de los Favaloro pocas costumbres estaban tan arraigadas como la comilona familiar los domingos al mediodía. Alrededor de la larga y torneada mesa del comedor que el jefe del hogar había construido con sus manos de habilidoso ebanista, los comensales disfrutaban de la pasta casera amasada por Aída junto con un estofado que varios de sus descendientes califican de inolvidable. Aquella tradición, sazonada con vino, pan casero y la infaltable panna cotta, incluía también la charla relajada en que los avatares de las distintas ocupaciones se mezclaban con las últimas novedades del barrio y la política, un tópico ineludible en el que el afecto y la tolerancia primaban sobre las diferencias.
Entre los Favaloro solo había unanimidad en el fútbol: todos eran hinchas de Gimnasia. Las incursiones a la cancha eran una experiencia fascinante para el pequeño René, o el Pibe, como le decían. El estadio estaba ubicado en el corazón del Paseo del Bosque, en ese entonces un pulmón verde que contaba con casi cien hectáreas arboladas por la familia Iraola, propietaria de buena parte de las tierras de la región antes de que Dardo Rocha implantara allí la singular simetría de la urbe nacida de un plano. Se había inaugurado oficialmente en 1924 frente al predio de juegos atléticos del club, destinado a la práctica de deportes al aire libre. Aquel año el equipo fue subcampeón del torneo de la Asociación Amateurs de Football, detrás de San Lorenzo, y terminó invicto como local.
Surgido en 1887 bajo el lema Mens sana in corpore sano, el club de Gimnasia y Esgrima había nacido como una institución ligada a los sectores acomodados de la ciudad, con un marcado perfil aristocrático que, con el tiempo, y sobre todo desde la incorporación del fútbol entre sus actividades principales, se había vuelto popular, nutriendo sus filas con nuevos adherentes de la clase trabajadora. Al parecer, como en la década de los años 20 varios de sus jugadores eran empleados de los frigoríficos de la región, se empezó a llamar al club como “la Tripa” y a sus seguidores como “los triperos”. El mote, que nació de los sectores acomodados de la ciudad con un sentido despectivo, terminó siendo acogido con orgullo por la parcialidad.
La reiteración de buenas campañas fue multiplicando el público que asistía a ver los partidos e impulsó a los directivos a construir una platea techada con butacas para socios y tribunas populares que llevaron la capacidad del reducto a 20.000 localidades, e incorporaron, además de vestuarios, oficinas administrativas y hasta una confitería donde era un hábito que los simpatizantes tomaran una que otra medida de caña. Para los Favaloro, el trayecto de quince cuadras hasta la cancha del Bosque era una verdadera fiesta. Del otro lado de la avenida 1, hacia el río, El Mondongo se vestía con los colores de la institución decana del fútbol nacional.
Algunos vecinos colgaban banderas en los balcones y sacaban sillas para, entre mate y mate cocido, saludar el paso de los simpatizantes. Era el barrio de los frigoríficos y, por lo tanto, un barrio “tripero” por excelencia.
René empezó a prestarle atención a Gimnasia a partir de 1929. Ese año el club se alzó con la Copa Estímulo (así se llamó el torneo, anteúltimo de la era amateur) con una performance fenomenal: 14 triunfos en 17 partidos disputados. La consagración llegó el domingo 9 de febrero de 1930 con una victoria por 2 a 1 sobre Boca Juniors, con dos tantos del delantero estrella Martín Cesáreo Maleanni. Se jugó con gran afluencia de público en la cancha de River Plate, por entonces ubicada en la antigua avenida Alvear –actual Libertador– y Tagle. En la ciudad de las diagonales aún se evoca el festejo interminable de aquel título que terminó confundido con las celebraciones de los carnavales.
Entre los Favaloro solo había unanimidad en el fútbol: todos eran hinchas de Gimnasia. Las incursiones a la cancha eran una experiencia fascinante para el pequeño René, o el Pibe, como le decían.
El futuro médico se perdió la final, pero ya vivía los partidos con gran entusiasmo. Junto a algunos de sus compañeros de la escuela intentaba memorizar los nombres de los jugadores que oía en su casa o leía en las páginas de los diarios locales que había empezado a consultar en la sala de la biblioteca del barrio. En 1933, ya en el profesionalismo, la base de aquel conjunto que había resultado campeón amateur pasó a la historia como “El Expreso”. Así la había bautizado el periodista Carlos de la Púa en el popular diario Crítica, porque era como una locomotora que arrollaba a sus rivales. Fue entonces que René comenzó a ir con mayor frecuencia a ver los partidos, siempre de la man de Leopoldo o de alguno de sus otros tíos. Incluso su presencia en el Bosque se transformó pronto en una especie de cábala familiar. El equipo no había perdido un solo partido y era la revelación del certamen: llegó a estar veintiséis fechas consecutivas en la punta. En esa época los niños no pagaban entrada, así que, como solía bromear el tío Leopoldo para jactarse de la efectividad de la martingala, llevar al Pibe era toda ganancia. Fue la época en que concurrió más asiduamente a ver fútbol. Luego, el estudio, las ocupaciones y los compromisos lo fueron alejando de los estadios.
Sin embargo, las décadas no borrarían en René el recuerdo de la excitación con que vivió el primer partido de aquel certamen, cuando el conjunto, dirigido por el húngaro Emérico Hirschl, derrotó como visitante por 2 a 0 a Estudiantes. Para René, El Expreso había sido “un cuadrazo”, y no se cansaba de elogiar a sus jugadores, entre los que siempre destacaba a Arturo “Torito” Naón, el goleador, y al mediocampista central José María Minella, quien años después pasó a River, donde integró la primera versión de ese inolvidable equipo conocido como “La Máquina”. Esa campaña lo convirtió en un hincha incondicional. Sobre el final del campeonato, una serie de malos arbitrajes dejó al equipo fuera de competencia. Como buen tripero, René se diplomó en sufrimiento.
Aquel chico humilde y sentimental, que gozaba y se afligía con los resultados de su amada divisa, nunca imaginó que esa inmensa platea con techo de cemento, que con perpleja fascinación había visto construir en 1931 para albergar el palco de las autoridades y las ubicaciones preferenciales de las personalidades encumbradas del club, alguna vez iba a llevar su nombre.
En la adolescencia a René le gustaba mucho la actividad física. En sus años del secundario practicó varios deportes en el campo recreativo del Colegio Nacional. Además del fútbol le gustaba la natación, que ejercitó los veranos en la pileta olímpica del predio, y también jugaba con entusiasmo y cierta rutina a la pelota paleta en los frontones ubicados junto a las vías del tren. Utilizaba con frecuencia un gimnasio con aparatos que habían instalado en un edificio de estilo neoclásico, réplica del Partenón de Atenas. En otro de los ambientes de esa singular construcción funcionaba el Departamento de Física, que había maravillado a Albert Einstein durante su visita a La Plata en 1925.
Debido a su altura –para entonces rondaba el metro ochenta y cinco–, René se destacó en el básquet; tanto que pronto comenzó a jugar en Gimnasia junto a varios de sus compañeros del colegio, entre ellos los hermanos Alberto y Héctor Delmar. Llegó, incluso, a entrenarse con el equipo de primera, en el que había jugadores de la talla de Oscar Pérez Cattáneo, futuro miembro del equipo nacional que compitió en los Juegos Olímpicos de Londres, en 1948. Sin embargo, cuando ingresó a la Facultad de Ciencias Médicas las responsabilidades del estudio y el trabajo le impidieron continuar. Le costó mucho comunicarle al director técnico, Aníbal Tassara, que no podría continuar con los entrenamientos tres veces por semana, pero después de muchos cabildeos tomó coraje y lo encaró:
–Señor, tengo un problema. Yo tengo que estudiar y trabajar porque vengo de una familia humilde… el tiempo no me alcanza, así que voy a dejar de venir –balbuceó entre compungido y avergonzado, esperando un reproche como respuesta.
Tassara se le acercó, lo tomó de un hombro y le dijo:
–Hace muy bien, muchacho. Si yo hubiese hecho lo mismo que usted, hoy sería abogado.
Después de recibido de médico, cuando se instaló en Jacinto Arauz estaba siempre pendiente de los resultados de su amado Gimnasia. Lo mismo cuando en se instaló en Cleveland. En la familia suelen contar que, apenas llegó a Estados Unidos, buscó la manera de enterarse de las noticias de la escuadra albiazul. Estaba entusiasmado la remontada del equipo en la parte final del campeonato de año anterior, a partir de la llegada del entrenador uruguayo Enrique Fernández Viola. Faltando tres fechas para finalizar el torneo de ese año, el Lobo se había enfrentado en el Bosque con Racing Club, ya consagrado campeón, y lo derrotó por 8 a 1. Fue la mayor goleada en la historia profesional del club. Sin embargo, el comienzo del torneo de 1962 estuvo lejos de ser auspicioso. La derrota en el clásico con Estudiantes determinó el alejamiento de Fernández Viola. Después de un fugaz interinato de Eliseo Prado, el puesto fue asumido por Adolfo Pedernera y, faltando tres fechas, lo suplantó Ricardo Infante. En aquel certamen, que Favaloro intentaba seguir a través de las noticias de los argentinos que pasaban por Cleveland, Gimnasia conservó el invicto durante quince partidos consecutivos y se mantuvo en la punta casi hasta el final, pero un conflicto con varios de sus jugadores echó por tierra todas las expectativas.
A su regreso al país, en 1971 Favaloro siempre siguió de cerca al Lobo y siempre intentó siempre ayudar a la institución. En 1979 Gimnasia descendió a Primera B y el club soportó durante varios años una seria crisis económica. René se sumó a un selecto grupo de dirigentes y socios que impulsaron la candidatura de su amigo Héctor “Cacho” Delmar para presidir la alicaída entidad. René terminó de convencer a Delmar por teléfono y aceptó presidir el Tribunal de Honor del club para acompañar su gestión. El comerciante del rubro de la moda ganó la elección y celebró su primer año de mandato con un logro rutilante: la obtención del ascenso a Primera A, en diciembre de 1984. El médico había acompañado aquella campaña todo lo que le permitieron sus ocupaciones; empezó a frecuentar el campus de entrenamiento en la localidad de Abasto, donde se le escuchó decir: “Cuando deje mi actividad como médico me voy a hacer entrenador de fútbol”.