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Fernando Dente: “Crecí frenando a mis padres para que no se mataran, entre golpes, platos rotos y la policía”

Triunfaba en High School Musical, la selección pero en casa sobrevivía “en silencio” a 7 años de “infierno violento”. Odio de que lo viesen bailar. Incomodidad con su cuerpo. Fobia a las tormentas. Crisis de ansiedad y “falsificaciones” en el colegio. El enojo de su madre al descubrir el amorío con su compañero de elenco 11 años mayor. El terror a su padre y la carta que lo hizo llorar. Herramientas de un hombre que confiesa: “Nunca me autopercibí niño”

1 Nov, 2023
Por Sebastián Soldano
Esta es la historia del niño que temía a las tormentas. Un terror que viró a fobia cuando “el filtro de los Ingalls comenzó a desmoronarse”, tajando su infancia en dos y dejando al descubierto una acerba realidad que se haría insoportable. Desde entonces, “el caótico modo de relacionarse en casa” lo aventó a la búsqueda constante y aún vigente de una familia “normal, al menos amable”. Sí, los escenarios supieron adoptarlo pero el abrazo de la gente no alcanzó, o mejor dicho, él no acepta que eso baste. Así bien podría ser la sinopsis de un lapso definitorio en la vida de Fernando Dente (33), que hoy se atreve a desandar con “la mirada crecida” y el chiquito que fue, “ya muy bien contenido”.
Se trata del “Fer de 10 años, culposo, frustrado y tantas veces incomprendido”, quien se llevó los honores de aquella carta pública que (en 2018) representó mucho más que un coming out respecto de su orientación sexual. Porque, en definitiva, se trató de una reivindicación de sentires y emociones de aquel entonces. De su mano, exploraremos cinco años claves en el camino a entender que “la felicidad es un derecho pero también un gran deber”. Hoy, dice mirarlo con admiración al redescubrirlo en cintas viejas de videos caseros o en la revisión de su debut profesional, cuando “se hace inevitable recordar todo eso que pasaba acá, en el alma, y en silencio. Entonces me lloro todo y nada me gustaría más que regresar a darme un abrazo y decirme: ‘Hey, tranquilo, la vida ya se acomoda. Todo va a estar bien’. Ese niño siempre está, en las buenas y en las malas, como punto de partida y de referencia”, cuenta. “Para honrarlo, salvarlo o vengarlo, pero siempre muy presente”.
Ya era muy amigo de la soledad “tan compañera” cuando comenzaron a sonar las primeras alarmas. Fue el menor de cuatro hermanos (con más de una década de distancia del próximo inmediato) a quienes no veía ni a la hora de cenar. “Me crie como hijo único. Y empecé primer grado al mismo tiempo que mamá sus estudios de abogacía. Por lo que pasaba demasiado tiempo solo en una casa que se hacía cada día más inmensa. Y, tan adicto a la televisión, no hacía más que estar tirado en un sillón hasta las 3 de la tarde. Esa era la hora en la que Olga (la empleada) se iba e iniciaba, entonces, la búsqueda del gran tesoro”, relata.
Se refiere a “dar vuelta la casa” hasta encontrar la llave con la que sus padres resguardaban algunas golosinas. “Comía mucho y desaforadamente. Podía clavarme tres alfajores seguidos sin siquiera sentir placer por eso. Hoy entiendo que fue parte de mi aburrimiento pero también la consecuencia de una angustia profunda”, analiza. Así afrontaba la frustración de no lograr frenar los atracones ni encarrilar su alimentación con “todos los nutricionistas habidos y por haber”, y la inconformidad respecto de su imagen. “Cada mañana, mamá me preguntaba: ‘¿Cómo amaneciste?’. Y yo respondía: ‘¡Gordo!’. Porque ser gordito fue un estigma que padecí mal”, señala. “Recuerdo que me metía debajo de la ducha bien caliente y saltaba para transpirar todo lo que pudiese. Me sentía muy incómodo con mi cuerpo y, desde este lado de la historia, creo que ese sentimiento iba mucho más allá de la apariencia”.
Crecer traía otra mirada del contexto. “El velo de la idealización se corrió y empecé a entender que el vínculo entre mis padres no era sano. En términos de hoy sería megatóxico”, rotula. Ese primer tránsito representó el origen de muchos de sus miedos. Y hasta más que eso. “Desarrollé una fobia que duraría años”, revela. Cierto verano y “tras presenciar una fuerte pelea en la que se debatía la separación”, Fernando quedó sin compañía en la casa familiar de La Martona, Cañuelas. El temporal desatado inundó las inmediaciones. “Y me desesperé como nunca”, recuerda. La idea del “desamparo”, en todos sus sentidos, hizo que las tormentas fuesen sus peores enemigas. “Desde entonces, y tan chiquito, me convertí en meteorólogo. Sabía qué nubes eran de frío y cuáles de agua. Y cuando comenzaba a llover, perdía el control de mi cuerpo y llegaba a desvanecerme. Me dormía tapándome los ojos y los oídos para no ver el resplandor de los relámpagos ni escuchar el sonido de los truenos. Sufría terriblemente, tanto que antes del inicio de clases mamá se reunía con los directores para advertirlos de mi problema y tomar recaudos. Fueron tiempos horribles”, sentencia.
A la par de las circunstancias hostiles, que nos ocuparán luego, Fernando fue descubriéndose, aunque con cierto recelo. La pared totalmente espejada del piso de Flores era, por lo menos, “irresistible”, define. “Y el living, al ritmo continuo de MTV, se convirtió en mi salón de danza. ¡Pero a puertas cerradas!”, advierte. “Si alguien entraba me ponía histérico. Cuidaba que nadie me viese y, mucho menos, opinase sobre lo que yo hacía. Ni para bien ni para mal. Necesitaba saber, en total privacidad, de qué se trataba esa energía que me hacía sentir más seguro, más seductor, más atractivo. Había algo ahí, en esas expresiones, que no sabía traducir. Porque en aquel tiempo podría haber estado un tanto perdido pero muy encontrado desde lo intuitivo”, subraya.
Hasta entonces, Dente sólo había querido ser jinete. Pero la crisis económica de 2001 no sólo se llevó puesta la casa de Cañuelas sino también la posibilidad del pago anual en el Club Alemán de Equitación, porque en la ciudad todo era más caro. “Ese fue otro golpe duro para mí, porque era el objetivo de mi vida. Un camino del que nunca dudé”, dice. “Hubo que elegir: cuota en el hípico o en Río Plateado, la escuela de Hugo Midón, donde ya venía tomando clases. No lo pensé demasiado. Ya no me subiría a un caballo, pero sí al escenario de mi primer musical, Derechos torcidos (2005). Esta vocación enorme y yo quedamos cara a cara, y me dijo: ‘¿Qué vas a hacer ahora?’. Mi vida cambiaría para siempre”.
Tenía casi 14, estaba tomando “la primera decisión consciente” de su historia y enfrentando una paradoja: “Quería escapar del colegio pero no volver a casa”, revela. Cada opción resultaba un tormento más o menos parecido. Nunca terminó la secundaria. Y hasta donde resistió, pasaba las clases “con la cabeza entre las rejas, fuera de la ventana, para respirar la libertad, como si se tratase de una gran cárcel… Porque eso era para mí”. El hastío desataba la ansiedad. “Transpiraba. Me latía el corazón. No toleraba escuchar nada y a nadie. Quería irme. A clases de teatro, a ensayar, a pisar un escenario… ¡Pero irme de ese lugar! Todo me parecía una porquería. Y cada vez que repartían las hojas en un examen, sólo escribía mi nombre y la entregaba, haciéndome cargo de las consecuencias: ‘Póngame un 1, en este momento no puedo resolverlo’, le decía al profesor. Además, tan autogestionado, falsificaba todo, todo, todo… Después de todo, mi casa estallaba. Era un quilombo. Entonces, nunca jamás tuve que mostrar ni siquiera un boletín”. Y muy a pesar de “la conchuda de Geografía” que alguna vez le sugirió que se olvidase de soñar porque “este medio es sólo para los tocados con varita mágica”, un año después, el inicio de su carrera profesional -”o esa probadita del mundo real”- liquidó cualquier intento de asistencia. El interés se había esfumado mucho antes.
2005 fue el año en el que conoció el diván. Principalmente para digerir eso que pasaba puertas adentro y que lo retenía, cada tarde, en el umbral de casa: “Incapacitado para atravesarlo, porque nunca quería regresar”, comenta. Pero también el de la “salvación”, como interpretaba la idea del divorcio. Sí, eso marcaría un nuevo camino en el conflicto familiar. Lo que nos obliga a revisar el ‘antes’ de esta trama para entenderlo como es debido.
José Dente, un inmigrante italiano tan católico como “incansable”, que llegó a tener hasta tres gomerías en la ciudad (“un gran orgullo para quien se hizo desde la nada misma”, define) y Ada Rizzuti, quien supo vender hasta seguros y alzar el título de abogada en 2000 (“tras cuatro años y con el mejor promedio”), eran “dos tipos que me enseñaron a honrar el trabajo y los responsables de que hoy siga sintiendo culpa de tomarme vacaciones o de permitirme, siquiera, enfermarme”, dispara con gratitud. “Recuerdo a mamá pasando las noches enteras leyendo en el puf de la cocina, entre mates y pilas de textos complicadísimos. O a mí mismo, subiéndome a la camioneta de papá, cada mañana para ir al colegio, y escucharlo hacer sus rezos que siempre terminaban con un: ‘¡Huevo, huevo, huevo! ¡Dale, dale, dale!’. Era la felicidad. Una felicidad muy estimulante para mí”, asegura. En ese sentido, claro.
Así como su padre, Fernando también rezaba: “Pero para que ese matrimonio llegase a su fin. Porque entre esas súplicas crecí”, confiesa. “Cuando veía que mi viejo era violento con mamá y ella con él, les gritaba: ‘¡Sepárense! ¡Por favor, sepárense!’. Puedo asegurar que ese llegó a ser mi sueño. Rogaba que ese vínculo espantoso se terminase de una vez. Porque yo no podía elegir. Al principio no tenía la edad para agarrar las llaves y pegar la vuelta. Y luego, cuando la tuve, no me dieron los huevos para hacerlo”, analiza. “Sentía terror al dejar a mis viejos solos, porque realmente no sabía qué podía pasar con ellos. Estaban muy chapa los dos en esa unión enferma”. Respecto de si en esas trifulcas cotidianas volaban golpes, Dente responde: “Sí, el vínculo era muy violento. Obviamente más de mi papá hacia mi mamá, por un cuestión física”, describe. “Esa relación estaba mal bajo todo punto de vista. Y fue, para mí, una gran escuela de todo lo que no quiero ser ni hacer. Así como lo digo, sin posibilidad de rescatar de ahí absolutamente nada”.
“Entonces me desesperaba sentirme prisionero de todo eso. ¡No quería más! Yo sabía que llegaba papá y había quilombo en puerta: insultos, empujones, platos que volaban, la policía en la puerta, llamada por los vecinos… Un verdadero desastre”, revela. “Hoy me cuesta mucho discutir. En el ámbito que sea, no logro tolerar una mala contestación ni un mínimo maltrato. Mi cuerpo lo repele, me anulo por completo. Y estoy muy atento a la toxicidad, a lastimar a otros. Por eso aprendí a elegir a quiénes acercarme para la vida y para el amor”.
Cuando la hostilidad parecía calmar dejando el ambiente sin peligro aparente, y descansando de su triste rol de “referí”, Fernando apelaba al ejercicio que se inventó como refugio. “Tenía 13, 14 años, entonces me encerraba en el baño mirando la pared, ni siquiera el espejo, y visualizaba una balanza. De un lado ponía la pelea de turno, todo eso que acababa de pasar, y del otro, mi vocación, la esperanza del futuro. Era como hacerme entender, a mí mismo, que eso no podía ser todo para mí. Y que, tal vez, habría una especie de meritocracia que ajusticiaría lo que me bancaba. Porque durante muchos años pensé que cuanto más graves eran las cosas que me pasaban, más alto llegaría”, argumenta.
Cuando el 21 de octubre de 2007 el jurado de High School Musical: la Selección (El Trece) lo anunció triunfador, Fernando no sólo ganó el protagónico que daría inicio oficial a su carrera profesional, la confirmación del camino correcto o “la materialización de un sueño”, sino también cierta “liberación” de aquella pesada responsabilidad, una “amiga hermana” fundamental para el resto del trayecto y hasta la certeza (y celebración) de su identidad sexual. E iremos por partes.
En principio, siempre ha sido un “autogestionado” de cara su deseo. La soledad y “el hecho de jamás haberme percibido como niño” tuvieron mucho que ver con eso. En los tiempos de tedio, “exploraba las páginas amarillas y llamaba a los canales de televisión para saber cuándo había audiciones”, recuerda. Ya había participado de My First Lady, en versión barrial. Había sido El Mono Monigote en El sueño del Payaso Maravilla, del Italiano al Vitral. Y con 12, y hasta Midón, volanteaba en el shopping de Caballito y frente al Gran Rex (que más tarde colmaría), en intentos de llevarse el público que había quedado fuera de alguna función de Piñón Fijo. “En casa, actores eran Ricardo Darín (66) o Guillermo Francella (68), el resto dormía bajo un puente”, dice respecto de los prejuicios. “El final del cuento dice que mis viejos supieron verme, pero en la trayecto todo fue a destiempo. Ellos no me estimularon en ni para nada, pero realmente agradezco que no hayan puesto ni medio freno en este andar. Aún cuando todo costaba demasiado. Porque nada era fácil, ni logística ni económicamente”.
En revisión de otra arista, Dente relata: “Ya en el último casting, cuando me avisaron que había quedado entre los 20 de 26 mil postulantes, todo cambió. Ese fue un momento de inflexión en mi historia. Habían sido siete años de padecer el vínculo de mis padres. Y te juro por mamá que pude verme desde arriba. Tuve el registro de cómo el alma se me desprendía del cuerpo. Sentí una especie de autonomía muy fuerte. Una forma de hacerme cargo. Un: ‘Esto es mío y depende de mí’. Como si pudiera desligarme del deber de cuidar que mis padres no se matasen entre ellos, de contener a uno, de tranquilizar al otro… Fue ahí que murió una parte de mí. Me dije: ‘Fer, aquí empieza tu vida’”, cuenta el anfitrión de Noche al Dente (América), que desde mayo de 2024 dirigirá RENT, de la mano de los mismos productores de Heathers, The Musical.
Entretanto conoció a Agustina Vera (38), la Gabriella de su Troy en el argumento de la producción de The Walt Disney Company. No solo compañera de triunfo sino también de “esa etapa tan nueva para mí”, subraya. “Me deslumbró y se convirtió, para siempre, en mi persona favorita. Nos abrazamos muy fuerte, porque ella estaba saliendo de una pareja violenta y yo, claro, supe olerlo muy bien”, asegura. “Al día de hoy, ella me habilita a ser feliz. Porque vio todo: los conflictos en casa, la enfermedad de mamá, las peleas con mis hermanos, la muerte de papá y el descubrimiento de mi sexualidad. Me ayudó de un modo que ni siquiera imagina. Fue y es mi sostén absoluto. Y hasta puedo firmar que mi vieja se fue tranquila cuando la supo a mi lado”.
“Nunca, pero jamás, lloré tanto como cuando, por primera vez, la vi a Agus con su beba en brazos”, revela sobre el nacimiento de Julia, fruto de la relación de la actriz con el músico Santiago Cavallero (37), hijo de Valeria Lynch (71) y el productor Héctor Cavallero (78), hoy director de Artes Escénicas en la UADE. “Porque, tal vez en un paralelismo emocional, de algún modo sé lo que esa chiquita tan mágica sentirá junto a esa madre”.
El despertar sexual de Fernando también está íntimamente ligado a esa primera victoria profesional. Y bien vale un paréntesis en aquel contexto. Su primera experiencia llegó a los 13. Con el tiempo entendió que había estado “perdidamente enamorado” de aquel chico del barrio que después de cada encuentro le decía: “Que quede claro que acá, el puto no soy yo”. “Todo pasaba de manera muy oculta, con nervios, pánico, culpa y sin hablar jamás de eso que hacíamos”, recuerda. “Pero cada tanto deslizábamos algo como ‘esto está mal’, ‘no puede seguir’, ‘tiene que cambiar’. Y volvíamos a caer”.
Dos años después, en “el peor momento del conflicto entre mis padres, cuando la separación dependía de la venta de la casa de Flores y eso generaba una gran tensión”, conoció a su primera novia, Camila Das Neves, compañera en la escuela de Midón e hija de Daniel Das Neves, quien fuera Secretario General de la UTPBA (Unión de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires). “Ella me regaló una familia hermosa y muy oportuna. Pasaba mucho tiempo entre ellos. Yo venía de una casa en la que se escuchaba ‘que vuelvan los militares’ y de repente me encontraba con otra charla, entre cuadros de Fidel Castro y el Che Guevara”, relata. “Me trataban con suma sensibilidad. Patricia y Dani, sus padres, fueron muy inteligentes para leerme, para contenerme, para abrazarme. Yo era un hijo más en un hogar que necesitaba. Es el día de hoy que verlos me hace muy feliz”.
High School Musical fue el portal a un ámbito “de aspiración y de seducción desprejuiciada”, como define. La separación de Camila llegó con un alto nivel de culpa que la hizo sentir aún más “horrible”, pero ese era “el costo de hacerme cargo de mis deseos”, define. “Imaginate: tenía 17. Siempre había sido un adolescente un tanto outsider, no era popular en términos de conquistas. Nadie gustaba de mí. En realidad hoy sigo siendo así, muy malo para el avance”, admite. “Salía de una burbuja muy católica. Y si haber tenido amigos judíos en las clases de Nora Moseinco me parecía maravillosamente transgresor, ni hablar de la diversidad de historias y elecciones con las que empezaba a convivir. Los chicos me miraban, yo los miraba. La libertad, del teatro y de su gente, me habilitaba a ir sacándome capas hasta dejar al descubierto mi yo real. Y eso también significaba vivir, por primera vez, mi sexualidad con total franqueza”. Claro, excepto en casa. Aunque Fernando señale que, a esa altura, “ya no había casa”. Entonces, un descuido de esos que jamás suelen ser casuales, abriría otra grieta en el bloque familiar. Pero esta vez, en el lugar menos pensado.
Vivía un incipiente affaire con uno de sus compañeros de elenco. “Y como mi teléfono era con tarjeta, pedía prestado el de mi vieja para mensajearme con él”, explica. “Escribía y borraba. Escribía y borraba. Hasta que una vez, y como esas cosas que claramente uno hace para ser descubierto, olvidé borrar. Y fue ella quien recibió la contestación”. Ada, “ni feliz ni amorosa”, pidió explicaciones poniendo el grito en los cielos: “¡Él está arrastrándote por el mal camino!”, repetía. “Estaba convencida de que ‘el del mensaje’, como le decía, y que era 11 años mayor, pretendía confundirme. Yo pensaba: ‘¡Ay, má, si supieras que el buscón soy yo!’”, cuenta con gracia. Luego vendrían tiempos de mayor indiferencia. “Mi cabeza suele negar muchas cosas. No recuerdo cómo le dije a mamá que soy gay. Pero no olvido el post. La mañana siguiente de una noche en la que había salido, no me sonó el despertador. Ella sabía muy bien a qué hora debía levantarme. Pero como creyó que había estado con un chico, ignoró la situación. Y eso me mató. Me mató y me enojó”, relata. “Sentí que me soltaba la mano”. Con ojos de hoy, hay algo de ese tránsito con el que se amiga y hasta agradece. “Fue sana esa rispidez con la vieja, porque el vínculo entre los dos era demasiado idealizado”, concluye. “Después de todo, creo que los padres no necesariamente deben estar felices con todas las decisiones de sus hijos”.
Y pensar que entre esos dos episodios se habían acercado como nunca antes. “Otra vez volví a salir con una chica. Algo exprés, una especie de parche de aquel error que resultaba imperdonable. Entonces, en cierto momento de ese contexto, mamá y yo nos sorprendimos hablando de amor”, recuerda. “Le dije que quería verla enamorada, feliz. Y se quebró. Sí que lo había estado. Y mucho. Si ya era mi ídola, el arrojo y la valentía con los que encaró esa pasión tan prohibida, se convirtió para mí en Taylor Swift. Así reveló mi origen”, dice sin más de aquella historia que ya ha contado demasiado.
Aquí va una síntesis para distraídos. En cierto lapso del infierno que representaba su matrimonio, Ada (“por la salud de todos”) tomó distancia de José y se acercó demasiado al sacerdote del La Salle, catequista de sus hijos. La pasión fue sin frenos. Quedó embarazada. Y vivió el pánico en silencio. El clérigo estaba decidido a dejar los hábitos por ella, pero José propuso un viaje de reconciliación a Bariloche. Dicen por ahí que Fer mantuvo contactos esporádicos con el cura hasta tener edad suficiente como para recordarlo. Al crecer lo buscó, y la frase del encuentro (“teñida de resentimiento por aquella pasión frustrada”) fue: “Creo que deberías visitar a un psicólogo”. Si se preguntan por el argumento que justificó su ausencia durante 27 años, aquí va: “Te puse a vos y a tu madre en un cofre bajo llave y los tapé con cemento”. Fer se dio el gusto de mandarlo “a la mierda”, después de todo y como dice: “Nunca me gustaron sus zapatos”.
Alguna vez, Ada fue feliz. Y eso lo dejaba más tranquilo: “Porque esa duda muchas veces que me quitaba el sueño”, asegura. Y otras tantas, Ada estaba triste. “En esos tiempos tan difíciles de la separación, vivió dos episodios muy raros en los que tomó pastillas… Se pasó de Clonazepam. No estoy seguro de cuál fue su intención real, nunca quedó claro lo que había pasado”, cuenta. Fue previo a la confesión de aquella gran la verdad; Fernando reprochó el hecho: “¡Ibas a morirte sin contarme todo eso!”. Se enojó y tomó distancia. Después de todo, aquella suelta de mano que sintió al compartir su condición sexual, también pesaba.
Ada enfermó. El primer diagnóstico, de una seguidilla, confirmó un cáncer de mama. Sus hermanos le “quemaron la cabeza” por su desapego en el marco de ese estado tan delicado. Dente pretendió que ella les contase la historia de su llegada al mundo. Pero pasarían ocho años para que él mismo se hiciera cargo de la noticia. En fin. Un día de marzo de 2009, en un break de grabación de Enséñame a vivir (2009, Polka, El Trece), Fer la visitó. “Le pedí: ‘Basta. No peleemos más. Te perdono. ¿Me perdonás? Curate, porque te necesito’. Entonces me recosté en su falda y me quedé dormido. Al despedirme la abracé, y le dije: ‘Volvé a ser mi mamá’. Me fui sintiéndola algo rara. Y el Día de la Madre, en su balcón, me contó que el cáncer había hecho metástasis en su hígado. Que se moriría. Se fue a los dos meses”, cuenta.
“Llegué a la clínica minutos antes de la internación. La intercepté en un pasillo, le di la mano y nos miramos un rato. Esa fue la última vez que la vi sin sedantes ni morfina. Minutos después de morir quedé solo con ella en la habitación. Le conté todo lo que haría y las cosas buenas que estaban por pasarme, para que ella se sintiese orgullosa. E, increíblemente, ahí empezó un nuevo vínculo entre nosotros”, señala.
“Si a aquel chiquito del que hablábamos al inicio de esta charla le hubiesen dicho que a los 19 años se quedaría sin mamá, correría desesperado”, asegura Dente. “Pero aunque creo que parte de su gran labor fue prepararnos para poder seguir sin ella, de haber ocurrido cinco años antes, yo la hubiera quedado, mal. No hubiese sido capaz de nada porque, para mí, todo estaba puesto ahí”.
Cree en las señales y dice sentir a su madre. “Cuando me separé de Nico (Di Pace, luego de tres años de noviazgo), estaba roto. Era de noche, muy tarde. Llegué a casa, abrí las ventanas y dije: ‘Mamá, mamá, mamá…’. Y un vendaval, que se levantó de repente, llenó de flores hermosas mi balcón. Sí, creerla cerca me tranquiliza”.
Entre las secuelas de la ausencia de Ada (“al menos en este plano”), Fernando destaca dos de inflexión en su historia: la dependencia de su aprobación y las nuevas formas de vinculación con su padre. Vayamos por partes. “Me costó demasiado. Pero hoy, gracias al cielo, ya puedo vivir y trabajar sin el aplauso de mamá”, asume. “Al principio llegué a odiar los estrenos y de todos salía malhumorado. Nada de lo que me decían me alcanzaba. Todo halago me sonaba a mentira o a exageración. Sentía que nadie entendería mis logros como lo hacía mamá. Yo construí mi vocación con ella. Me miraba mucho. Ponía especial atención en mis pasos, y creo que tuvo que ver con haber sido el fruto de un amor prohibido y demoledor. Yo, ahí, entre todo eso, era su luz”, describe.
“Recuerdo las noches en la que me sentaba sobre la mesada de la cocina con las patitas colgando y, mientras ella fumaba, yo hablaba de ser actor, de lo que soñaba, de lo que quería. Mamá tenía el talento de ordenar las ideas y los pensamientos. Me inculcó las mismas frases desde que nací, como ‘el Universo se complotó para que llegaras’ y otras tantas que eran como mantras. Dejó la vara alta de mi conformismo y, también, de todo tipo de relación que pueda entablar. Porque… ¿quién me mirará como lo hacía ella?”, reflexiona.
Hasta aquí: ¿cuál había sido el juego de José a lo largo de la trama? “Jamás me dio un golpe. Tampoco me dijo frases hirientes, ni siquiera en los momentos más violentos. Pero le tomé pánico”, revela Fernando. Habla de sus 15 años, tiempos del gran quiebre familiar. “La separación fue un bombazo. Mamá quería dejarlo y él no tenía la mínima intención de separarse, bajo ningún punto de vista. ¡Y lo dio todo!”, anticipa. “Llegó a contratar un investigador privado para saber si mi vieja salía con alguien y a pasar el día entero dentro del auto, en la esquina, vigilando la casa como en una guardia periodística. Era demasiado pillo, por eso me cuesta creer que no hubiese sabido qué pasaba con su mujer en la escuela, a una cuadra de casa. Si alguna vez se enteró de que yo no era su hijo es algo que nadie sabrá jamás”, indica. Aunque “yo solía sospechar que tantos malos tratos podían tener que ver con eso”.
“Sí, le tenía mucho miedo a mi viejo. De hecho, debo admitir que cuando me enteré que él no era mi padre biológico sentí un gran alivio. Porque había crecido con el terror de llevar en la sangre algún tipo de gen violento”, revela. “Me lo pasaba elucubrando estrategias cada vez que debía verlo. Porque él seguía llevándome y trayéndome de los ensayos. Entonces pensaba: ‘Hoy, si hay algo que no me guste, voy a confrontarlo’. Lo hacía y no funcionaba. Al día siguiente: ‘Hoy voy a quedarme callado todo el trayecto’. Tampoco servía. Papá estaba obsesionado con que yo, con tan solo 14 años, debía unir a la familia. Me había puesto la pesada mochila de esa misión absurda, porque argumentaba que yo sería el único de los cuatro que podría convencer a mamá. Gracias a Dios, no le hubiésemos hecho caso ninguno de los dos”, relata. “Pero me quemaba la cabeza. Era tanta la presión y el cagazo que me daba, que tomé distancia”.
Hasta que, dos años después, la propuesta del protagónico de una publicidad que se rodaría en Colombia requirió la autorización de ambos padres. Una complicación burocrática en el cobro de su parte por la venta de casa de Flores, llevó a José a instalarse en una pensión de la calle Directorio. “Claro que en la peor de todas. La más tenebrosa, bien para dar más lástima. Él, un tano bruto, burro absoluto, extremo para todo, siempre necesitaba ‘la escena’. Nunca nada era gratis”, cuenta con gracia. Y una noche de martes (”a las 23″) no hubo más que ir a golpear su puerta. “Con una taquicardia feroz, culpa por necesitarlo después de tantos meses sin hablarnos, las manos transpiradas de los nervios y mamá esperándome en la esquina, entré a ese cuarto tan lúgubre. Me acomodé como pude y papá se largó a llorar por mi vieja. Entonces bla, bla, bla… Mientras, yo pensaba: ‘¡El permiso! No va a darme la emancipación…’. De repente paró y me dijo: ‘¿Qué tengo que firmarte?’. Y esas fueron las cosas que, con el tiempo, empecé a amar”, remata.
La muerte de Ada lo aniquiló. “Porque él la amaba. De la manera más horrible, tóxica, obsesiva, pero la amaba”, señala. Y los arrojó al vacío de una nueva conversación. “Ya sin mamá, cuando papá y yo volvimos a vernos, no teníamos de qué hablar. Habían sido cuatro años de monotema. Entonces iniciamos una nueva vinculación, nos redescubrimos. Y me hizo muy feliz la posibilidad de mirarlo con otros ojos. Entender que él era mi único papá, que me había abierto su corazón muy a pesar de aquel golpe al ego, al orgullo sin transferirme ese dolor. Y empecé a disfrutarlo. A buscarlo. A charlar de la vida. Y, a su manera, fue reuniéndonos. Yo siempre estaba a los tiros con mis hermanos y por ahí caía a comer a su casa y, sin avisarme, me los encontraba a dos de ellos, porque Tomás (Dente, 43) no tenía tanto vínculo con él”, cuenta.
Aquí haremos un paréntesis para hablar de la relación entre ellos y el mito de los seis años sin diálogo. “Siempre han sido de carácter bravo, digamos picantones. Durante mucho tiempo, en la familia, todo fue un ‘sálvese quien pueda’. Y cuando murió mamá, los cuatro quedamos mirando para distintos lugares, evidentemente la necesitábamos”, aclara. Lucas (46) –”un tipazo al que admiro, mi padrino y padre de mis dos sobrinos”– es contador en una compañía relacionada a la biología marina. Y Guido (42)… “Guido es Guido, un loco de la guerra capaz de amanecer un día distinto en cada país”, dice con gracia. Al pasar y respecto del mítico vínculo con Tomás, Fernando asegura: “¿Uno puede no tener onda con un hermano? Sí, re. Solo es algo que no sucede, una decisión conjunta, y está bien que así sea, para mí y para los dos”. En definitiva, “hoy los cuatro logramos respetar el modo en que cada uno es. Al menos a mí, me hace sentir bien”.
José murió el 18 de marzo de 2014, víctima fatal de un fallo cardiaco. “La última imagen que tengo de él fue lustrándome los zapatos para ir a cantar al programa de Mirtha (Legrand, 96)”, dice con nostalgia. “Todavía muchos lo recuerdan llegando al teatro en sus trajes de sastre personal y hablando en italiano para no desentonar. Logró vivir sus últimos años más libre, más relajado. Y creo que feliz”. Fernando aún conserva una carta de su padre, en la que, de puño y letra, esboza un sentido pedido de perdón. “Yo había entrado a High School Musical dos años después de la separación, y él se disculpaba por no haberse dado cuenta antes cuán importante era el teatro para mí”, recapitula. El día en que, en compañía de Lucas y Guido, se dispusieron a vaciar el departamento, Fernando encontró la colección que José atesoraba en silencio: pilas de recortes, entrevistas y portadas de revistas en la que se nombraba a su hijo, el artista. Y todo eso activa la culpa por un episodio “algo cruel” que traerá a colación respecto de aquel debut.
“Yo no permití que dejaran entrar a mi viejo a los conciertos. Pedí a producción que le bloquearan la entrada por miedo a que generase un escándalo con mamá. Todo eso ya formaba parte de mi vida anterior y no había lugar para conflictos en lo que ya consideraba mi lugar, mi nuevo espacio, mi mundo. Y luego me contó cómo se sintió al volverse a su casa, caminado cabizbajo, por la avenida Corrientes”, relata. “Haberle hecho pasar esa situación me partió en dos. Puedo sentir su dolor y me arrepiento por eso hasta el día de hoy”.
En fin, Dente reflexiona: “La gente no es tan buena ni es tan mala. Sin justificar hechos realmente impropios e incuestionables, solo hacemos lo que podemos como eso que somos. Me llevó varios años, aún después de su muerte, poder entenderlo y perdonarlo por completo. Estoy convencido de que la angustia fatal de estar en casa, el miedo de ser su hijo, las herramientas que pude lograr y la gente que tuve cerca, finalmente me hicieron el hombre que ves: un tipo que consiguió ser feliz”. Y es en esta revisión, durante esta misma charla, en la que resuelve tatuarse a su papá como lo hiciera alguna vez con aquella foto icónica en brazos de Ada.
Resultó así que, a sus 23, la orfandad se le haría oficial. “Fue un sacudón atroz que me obligó a repensarme. Y yo sé que sonará espantoso lo que voy a decir, pero fue una de las mejores cosas que me pasaron en la vida. De gran aprendizaje, porque no me quedó más que abrazarme a esa realidad, a aferrarla con uñas y dientes, y a darme cuenta de que sería yo y nadie más que yo a partir de ese momento. Que hoy podría estar en la China y mañana en Indonesia, dependiendo solamente de mí mismo. Entonces, tan entrenado para la supervivencia, me dije: ‘Hagamos que valga la pena’”, relata. “Fueron muchos años de sentirme solo en aquel sillón durante tantas tardes por la ausencia de mis padres, y desde entonces los encontré muy rápido. Y entendí que, para el resto del camino, los tendré conmigo, en paz y siempre muy presentes”.
A la postre, analizando esta conversación, se hace evidente el deseo que se hizo necesidad. Sobre tantos escenarios y de manos de Camila, de Agustina, de Nico y de algún otro gran ex como Pablo (con quien mantuvo una relación de casi 10 años), Fernando no ha hecho más que buscar una familia. “Y es algo de lo que hablo mucho en mi terapia”, revela. “Me doy cuenta de que al encontrar un núcleo sano y principalmente armónico, me ubico naturalmente en el lugarcito de hijo. Las familias son mi debilidad. Me fascinan las navidades, los cumpleaños, las mesas de domingo”, señala.
“Durante mucho tiempo tuve miedo al creer que ese ese vacío podría ser el precio que debía pagar por amar lo que se hace, como le pasó a Liza (Minnelli) o a Freddy (Mercury). Sí, tengo profunda gratitud por el afecto popular pero me resisto a creer que la gente del otro lado de la pantalla o sentada en alguna platea, que claramente es una chapa o un privilegio para mí, finalmente se convierta en todo eso que estoy necesitando. Mi deseo, gigante e imperioso, es tener mi revancha: formar una familia propia. Me gustaría paternar, acompañar a alguien en un proceso de vida, propiciando un hogar. Un verdadero hogar, con amor, armonía y, fundamentalmente, amabilidad. Porque todo, pero todo, viene de ahí”, asegura. “Ese sería el mejor de los finales para este cuento”.

Infobae

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