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Javier Milei reapareció este lunes en el Yacht Club de Puerto Madero, en un evento organizado por la Fundación Faro, el think thank que dirige el escritor libertario Agustín Laje. En un entorno cerrado, exclusivo y sin contacto con la realidad que atraviesa la mayoría de los argentinos, el presidente desplegó un nuevo capítulo de su discurso de odio, desvaríos económicos y expresiones que reflejan una peligrosa concepción del poder.
En una nueva muestra de su incapacidad para interpretar figuras retóricas y expresiones populares, Milei respondió al señalamiento de que “la gente no llega a fin de mes” con una frase escalofriante: “Si fuera cierto, las calles tendrían que estar llenas de cadáveres”. Lejos de ser una provocación ingeniosa, la afirmación retrata con crudeza la desconexión del mandatario con el sufrimiento social. Mientras niega el hambre porque no ve muertos en la calle, elige burlarse de quienes denuncian la pobreza estructural, en vez de asumir responsabilidades por las consecuencias de sus políticas.
El presidente volvió a referirse a sus adversarios como “parásitos mentales” y “zombies” y prometió que si gana las elecciones en la provincia de Buenos Aires en septiembre, será “el último clavo en el ataúd del kirchnerismo”. Su lenguaje, que oscila entre el del predicador sectario y el del exterminador, confirma que no entiende la política como un espacio de pluralismo, sino como un campo de batalla donde hay que eliminar al que piensa distinto. Su desprecio por la democracia no es retórico: es literal, constante y peligroso.
Lejos de presentar resultados concretos de su gestión, Milei prefirió jactarse de una supuesta mejora en los salarios y una caída de la pobreza, que contradicen todos los indicadores sociales actuales. Habló de una “reforma 80 veces más grande que la de Menem”, pero se abstuvo de explicar cómo eso impactará en la vida cotidiana de los argentinos. Y, como cada vez que se lo interroga sobre la brutalidad del ajuste, se refugió en su cruzada ideológica: la autodenominada “batalla cultural” que utiliza para justificar la destrucción del Estado, los derechos sociales y cualquier mecanismo de protección a los sectores más vulnerables.
El cinismo fue más allá: volvió a defender sus vetos a las leyes votadas por el Congreso que beneficiaban a jubilados y personas con discapacidad. Y en vez de argumentar con datos o criterios técnicos, eligió otra vez la descalificación: acusó a sus opositores de haber dejado un país en ruinas, y al periodismo de ser parte de una “secta kuka”. En ningún momento mostró empatía por quienes hoy ven licuados sus ingresos o pierden acceso a servicios esenciales. Su único objetivo parece ser el de profundizar la confrontación.
Incluso en uno de los pocos momentos en que reconoció la magnitud del desafío, Milei dejó en evidencia sus contradicciones. Dijo que “sacar el país adelante va a llevar 30, 35 o 40 años”, desmintiendo con sus palabras las promesas de campaña y el triunfalismo con el que el gobierno vende su relato de éxito. Si el ajuste era el camino al paraíso y todo marcha sobre ruedas, ¿cómo puede ser que el futuro ideal siga tan lejos? ¿Y por qué deberían tolerarlo quienes ya no pueden pagar sus alimentos, medicamentos o tarifas?
En el evento también hablaron su ministro de Economía, Luis Caputo, y figuras del núcleo duro libertario como Axel Kaiser, Miguel Boggiano y Adrián Ravier, todos alineados con la narrativa de “revolución ideológica” que sirve como un escudo para esconder un modelo de transferencia de riqueza regresiva. Lejos de un acto de gestión o rendición de cuentas, fue otro espectáculo cerrado para la tribuna propia, donde se volvió a repetir el libreto de agravios, autocelebración y desprecio por la democracia.
A siete días del inicio formal de la campaña en la provincia de Buenos Aires, Milei eligió rodearse de voceros de la ultraderecha y mostrar el tono que tendrá su apuesta electoral. Incapaz de mostrar resultados económicos concretos, vuelve a refugiarse en la lógica de la grieta y apuesta todo al voto antiperonista. Con un discurso plagado de amenazas y fantasías de exterminio político, dejó en claro que no busca ganar una elección: busca eliminar al adversario. Y eso, en democracia, debería encender todas las alarmas.
