19 Sep, 2023
Por Matías Bauso
Michael Keaton, Val Kilmer, George Clooney, Christian Bale, Ben Affleck. Estrellas, dúctiles, que pueden dotar a cualquiera de sus personajes y a Batman en especial de variados matices. Pero para varias generaciones ninguno de ellos, sin importar sus pergaminos y virtudes, será el primer actor en el que piensen cuando se nombre a Batman. Los que crecimos con la televisión en blanco y negro, con unos pocos canales de aire, los que ya éramos grandes cuando se estrenó la película de Tim Burton en 1989, tenemos un Batman favorito: Adam West.
¿Fue una bendición? ¿O se trató de una maldición, de una condena disfrazada? Fue, sin duda, el papel de su vida. Pero Adam West nunca se pudo sacar el traje de Batman. No importó que la serie haya estado en el aire sólo tres temporadas. Él siempre fue y será Batman.
Todo es una cuestión de perspectiva. Este texto podría versar sobre Ty Hardin, el primer actor en el que los productores pensaron. O sobre Lyle Waggoner, el que luchó con West hasta el final por el papel. Pero, aunque a mediados de la década del sesenta ambos eran más conocidos, requeridos y prestigiosos que West, hoy han sido olvidados.
Batman es una serie anclada en su tiempo, fruto de la efervescencia de los sesenta. Sin embargo, el recuerdo de sus protagonistas perduró. Un híbrido, una rareza que navega entre la parodia, el humorismo involuntario y la ingenuidad. Una pieza pop. Bang! Awkkk. Kapow!. Ouch. Las onomatopeyas cubrían la pantalla, se sobreimprimían encima de las peleas, y los golpes teatrales. Batman bailaba a go-go. Textos infantiles recitados por hombre en trajes imposibles, uno o dos números más chicos que sus talles, que los encaraban con una solemnidad digna de Shakespeare. Esta versión camp del superhéroe, más luminosa que el resto de las reencarnaciones, es la que se grabó a fuego en miles de infancias en base a repeticiones televisivas. Una versión de Batman sin dilemas, sin desbordes ni capacidad de daño.
Y ese Batman es Adam West.
William West Anderson nació el 19 de septiembre de 1928, hace 95 años. Creció en Washington. Estudio letras pero después de hacer el servicio militar quiso dedicarse a la actuación. Ya estaba casado y le hablaron de un papel en un programa infantil en la televisión de Hawái. Hacia allá viajó. Logró asentarse en el ambiente de la isla. Encadenó algunos programas con buena repercusión. En el medio se separó y se volvió a casar con una lugareña. Pero, a los pocos años, se dio cuenta de que allí no había demasiada proyección en la profesión. Se mudó a Los Ángeles. Probaría fortuna en Hollywood.
Su aspecto físico ayudaba a que los productores se fijaran en él. Pero puesto a actuar no era mucho lo que podía aportar. Era rígido, sus parlamentos salían sin demasiada fluidez, pero su estampa viril le proporcionó múltiples papeles menores en westerns televisivos y películas bélicas.
Al principio fue convocado para muchos programas. Sus apariciones eran breves, fugaces. Pero no le importaba: se mantenía en movimiento y expectante. Eso alimentaba sus ilusiones. Pero cuando ese estado se extendió, creyó que su destino estaba fijado. Que sólo sería un actor secundario o a lo sumo protagonista de alguna película de acción de clase B.
Se dio cuenta de que en la publicidad, al menos, pagaban mejor. Así que enfocó su atención hacia ese rubro. A los 38 años, cuando ya casi había postergado sus sueños, cuando anidaba escasas esperanzas de convertirse en una figura, le llegó su gran posibilidad de manera impensada.
Lo llamaron para una pieza para la chocolatada Quick. En la publicidad televisiva era el Capitán Q. Tenía una gorra de marinero y como una especie de James Bond algo chambón se salvaba de caer en una trampa en el piso, de una explosión y se lanzaba (con la caja del producto en la mano) por una ventana, casi en un anticipo de su descenso por el Batitubo. Todo eso lo hacía sin despeinarse casi sin ningún gesto más que una sonrisa entre irónica y divertida.
Algo paradójico: los publicitarios quisieron remedar a James Bond y terminaron creando el nuevo Batman.
En simultáneo a la aparición de la publicidad de la chocolatada, un directivo televisivo fue invitado a la mansión Playboy. Creyó que esa noche sería inolvidable, que sería un hito en su vida. Y no se equivocó. Pero resultó una noche memorable por un motivo inesperado. El hombre soñó con charlar con Hugh Hefner, fumar con el mariscal de campo del momento, participar de una orgía interminable entre decenas de conejitas, pero lo que encontró esa noche fue la idea para una serie de televisión que se convertiría en un boom. Al llegar a la Mansión, descubrió que en uno de los salones, en una gran pantalla, estaban pasando unos seriales cinematográficos de la década del 40. El personaje central era Batman. El auditorio, compuesto por millonarios, deportistas, músicos, celebridades varias y mujeres hermosas, bramaba cada vez que el héroe se imponía a los villanos. Nuestro productor televisivo a la mañana siguiente adquirió los derechos para adaptar Batman.
Apenas empezaron a trabajar sabían que debían encontrar al actor que encajara en el papel. El casting debía ser perfecto. Un error en ese casillero sería fatal.
La primera opción para ponerse en las calzas del Hombre Murciélago resultó Ty Hardin. El actor había sido descubierto por John Wayne y después había protagonizado durante cuatro años, de 1958 a 1962, Bronco, un western televisivo de moderado éxito. Luego siguió su carrera en Europa. Quería dar el salto al estrellato cinematográfico y aceptó varios Spaghetti Westerns. A esta altura sabemos que su suerte no fue la misma que la de Clint Eastwood. Cuando le ofrecieron Batman, no aceptó y prefirió actuar en Pampa Salvaje, remake de Pampa Bárbara, también dirigida por el argentino Hugo Fregonese con guión de Homero Manzi y Ulises Petit de Murat. Con Robert Taylor a la cabeza la película fue rodada en España (¿habrá querido inaugurar el género del Mate Western?). Hardin no demostró un gran ojo para elegir proyectos. El mismo año rechazó la serie de Batman y Por un Puñado de Dólares de Sergio Leone.
Entonces fueron en busca del actor al que vieron en la publicidad de la chocolatada. Los productores llegaron a un rápido acuerdo con West. No lo dudó: ¡Un protagónico en la TV en horario central! Tenía miedo de estar soñando: había participado de 13 pilotos y ninguno había salido al aire (uno de ellos fue finalmente estrenado en 1968, el que era el capítulo inicial de una serie que contaba la vida de Alejandro Magno interpretado por William Shattner: el canal quiso aprovechar que tenía en el mismo capítulo a los dos protagonistas de las series del momento, Batman y Star Trek). Estaba todo cerrado cuando lo llamaron para una prueba de cámara. Al llegar, el ánimo de West se desmoronó. Vestido con otro traje igual de ridículo que el suyo estaba Lyle Waggoner, un actor con más fama y recorrido. Los productores no le habían dicho que todavía debía competir por la capa.
Waggoner (que luego actuaría en The Carl Burnett Show y en La Mujer Maravilla pero cuyo mayor logro profesional terminó siendo el de convertirse en el primer poster central de la revista Playgirl) hizo dupla con Peter Deyell. El compañero que le tocó a Adam West fue un joven de baja estatura y gesto ingenuo llamado Bert Gervis, que luego cambiaría su nombre al de Burt Ward.
La primera misión de West y Ward como el Dúo Dinámico fue esa: derrotar en el casting final a los otros dos. Contra todo pronóstico, ganaron.
Después, un golpe de suerte. El tono de la serie espantó a los directivos. Temían convertirse en el hazmerreír de la industria. No entendían si era algo de segunda categoría, una cumbre kitsch o una genialidad pop. Cuando quisieron cancelar la serie antes de su estreno, los contables les dijeron que era imposible: debían intentar recuperar el dinero que habían invertido en construir, para el piloto, la Baticueva y el Batimóvil.
La serie desde el momento de su estreno se convirtió en un éxito fabuloso. Arrasaba en el rating en su horario y se metió en la conversación cotidiana. Se emitía en dos días consecutivos (en el segundo finalizaba la historia iniciada que siempre terminaba con Batman atado y amenazado de muerte, en una especie de callejón sin salida).
Adam West se convirtió en uno de los hombres del momento. El New York Times dijo que el actor tenía “la altura, la mandíbula y la severidad exactas para el papel”. El de West fue un Batman estólido pero no oscuro ni trágico. Podía estar a punto de morir y aconsejar a Robin sobre cómo vestirse, o estar a punto de saltar por una ventana y corregirle al Joven Maravilla el mal uso de una palabra. Siempre sin efusiones, gestos, ni subrayados para hacer lucir de más su personaje. “Hay que entender que está un poco loco. Y así hay que interpretarlo. Pero yo traté de ser un Batman adorable”, declaró en una entrevista.
Batman, el superhéroe sin súper poderes, encontró al intérprete perfecto, al que le hacía recordar al público que a veces los superhéroes se podían parecer a ellos.
Entre 1966 y 1968 (120 capítulos en tres temporadas), la serie Batman fue un fenómeno de audiencia y de popularidad. El súper héroe del cómic dominaba la televisión en capítulos de media hora que combinaban aventuras, candidez, referencias pop, villanos tan malvados como inofensivos, humor y luminosidad.
Se desató la Batimanía. Todos veían Batman, todos querían sus productos. El merchandising se vendía de manera extraordinaria. Los chicos se disfrazaban como el superhéroe, las réplicas del Batimóvil entraron en todas las casas. Adam West y Burt Ward grabaron discos (el de Robin con participación de Frank Zappa). Hacían presentaciones por todo Estados Unidos. Fueron tres años en los que se convirtieron en grandes estrellas y sus ingresos fueron millonarios (más por las actividades extras que por el salario televisivo).
Fue el primer programa en tener al mismo tiempo de estar en el aire una película en los cines. Para que volviera a suceder hubo que esperar más de dos décadas con Los Expedientes Secretos X. El film, en realidad, estaba pensado para ser estrenado antes que el programa televisivo como estrategia de marketing para atraer la atención de los espectadores. Pero se tuvo que postergar y se terminó filmando entre una y otra temporada del programa. No tuvo mayor suceso pero le dejó beneficios al Batman de la pantalla chica que heredó (gracias al mayor presupuesto de la película) la Batilancha y el Baticóptero.
Después hubo una baja de audiencia, costos que se elevaron, cambio en el clima de época y la decisión del canal de dar de baja el programa.
Adam West no se lamentó demasiado. Creyó que el éxito lo seguiría acompañando. No comprendió en ese momento que lo que no lo abandonaría jamás era su personaje. Cuando estaban por estrenar la serie sus temores eran caer en el ridículo y el fracaso, ya tenía demasiados sobre sus espaldas. Nunca pensó en lo que los norteamericanos llaman el Typecasting, los actores que quedan clavados en un personaje, que no pueden despegarse de él durante el resto de su carrera. No pensó en la leyenda negra de Hollywood sobre los actores que interpretaban a héroes. La locura, la desgracia y el desempleo se ensañaban con ellos. Dos perfectos ejemplos: Johnny Weissmuller y George Reeves.
Pero, se debe reconocer, que en ese momento era difícil verlo. Ganaba uno de los salarios más altos de la televisión, era requerido de todos lados, las empresas se peleaban para que él promocionara sus productos, las mujeres lo perseguían y podía tener sexo varias veces por día con distintas fanáticas que lo acosaban desde que llegaba al estudio. Estaba convencido de que esa situación duraría mucho tiempo más.
Pero no fue así. Los productores y los directores no lo llamaban. El público, cuando él apareciera en pantalla, no veía a los personajes de esa historia nueva, sino a Batman. Además, el aire rígido, desprovisto de emoción con el que había rodeado a su Hombre Murciélago, los hacía creer que West no manejaba más registro que ese.
Sus siguientes películas no fueron memorables (fueron, en realidad, atroces). Después de un tiempo de inactividad comenzó a aceptar lo que le ofrecían, quería volver al ruedo. No le alcanzaba con las repeticiones de los programas de Batman y el cariño de la gente por la calle.
Durante un largo tiempo odió a Batman. Pero luego comprendió que debía convivir con él y que recibir muestras de afecto e ingresos por interpretarlo, no estaba mal. Así se convirtió en la voz de una serie de dibujos animados, participó en todas las convenciones a las que fue invitado, dio conferencias, firmó autógrafos.
West se volvió a amigar con el paladín de Ciudad Gótica. Se dio cuenta que vivía algo que pocos pueden. Recibía afecto a cada lugar al que iba y hasta había logrado convertirlo en un trabajo que estaba bien remunerado. Ya no era un actor. Era Batman. Debió ajustar sus sueños. No ganaría el Oscar, ni protagonizaría películas que harían estallar la taquilla. Pero sería hasta el último de sus días (y después también) un superhéroe.
Cuando Tim Burton anunció que Michael Keaton se pondría las calzas de Batman, se desató una gran polémica. Para muchos era una decisión de casting errónea. Para Adam West, también: “Naturalmente, yo me contrataría a mí mismo: soy el Batman ideal”, dijo.
Durante más de 15 temporadas fue la voz de un personaje llamado Adam West en Family Guy. Para un capítulo aniversario de The Big Bang Theory hizo de él mismo.
Adam West murió el 9 de junio de 2017. Tenía 88 años.
Ya hacía años que no renegaba del personaje que le brindó el afecto del público y la inmortalidad: “¿Cuántos actores tienen la chance de crear un papel tan característico, de apropiarse de un personaje conocido por todos? Muy pocos. Soy alguien a quien varias generaciones aman. Y me lo hacen sentir. Eso, sin dudas, es algo maravilloso”, dijo poco antes de su muerte.
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Adam West y la maldición de Batman: el personaje que lo llevó a la fama y lo condenó para siempre
El éxito le llegó a los 38 años. Batman se convirtió en un boom. Y Adam West en una estrella. pero a los 3 años cancelaron la serie y ya nadie lo quiso contratar. El enojo del actor con Batman. Y la reconciliación final